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lunes, 7 de mayo de 2012


Dos premios Nobel en Las Ventas

Vargas Llosa estrena hoy el Espacio Arte y Cultura de San Isidro, dedicado en su primera edición a Hemingway

IGNACIO GIL
Mario Vargas Llosa, en la Monumental de las Ventas

ANDRÉS AMORÓS / MADRID
Coinciden ahora, en Las Ventas, dos extraordinarios escritores y grandes aficionados a los toros: inaugura Mario Vargas Llosa la programación cultural, centrada esta vez en la figura de Hemingway. En la presentación de hoy en la Monumental se contará con la presencia del ministro de Cultura, José Ignacio Wert; la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre; y la alcaldesa de la capital, Ana Botella.
Los lectores de ABC ya conocen la pasión de Mario Vargas Llosa por la Fiesta. En estas páginas, me contó que sólo vio a Hemingway una vez; justamente, en Las Ventas: «Le vi entrar con Ava Gardner». El pasado 21 de mayo, tuve el placer de acompañarle a una corrida de San Isidro. Me contó que había escrito artículos sobre toros, de joven, en su país.
Hace un par de años, el ABC de Sevilla le concedió el Premio de Periodismo Taurino Manuel Ramírez, por un precioso artículo en el que vincula su pasión por la Fiesta con la defensa de la libertad.
Quiero recordar sólo dos frases que me dijo: «La Tauromaquia es un arte contaminado todo él por la belleza. Algunos de los recuerdos más ricos y hermosos de mi vida están unidos a los toros».

El verano peligroso

Hemingway ha difundido en el mundo entero la pasión por la Fiesta. Lo conocí personalmente en aquel «verano peligroso» de 1959: gracias a los toros, claro. Si no, ¿cómo hubiera podido? Él recorría España, acompañando a Antonio Ordóñez. (Yo iba con mi padre, con Luis Miguel). También estaban allí Deborah Kerr, Peter Viertel, Lauren Bacall, Orson Welles: el más genio de todos, que me dijo haber sido novillero...
Las cuadrillas le llamaban respetuosamente «don Ernesto». Lo recuerdo como un anciano de barba blanca, mejillas sonrosadas, ojos limpios, guayabera y gorra de cuadros. Durante las corridas, se quedaba de pie, en el callejón; de vez en cuando, echaba un trago a la petaca que llevaba: decían que era coñac. Me sorprendía que le apeteciera, con aquel calor de agosto. Hablaba poco y lo que decía no tenía especial interés. A mí me parecía un poco ido. (Se suicidó poco después, en julio de 1961).
Trató el tema taurino en tres libros: la novela «Fiesta» (1926); un tratado para no españoles, «Muerte en la tarde» (1932); la crónica «El verano peligroso» (dos versiones: 1960 y 1985).
En los toros, encontró Hemingway «una forma de acción capaz de darme ese sentido de la vida y de la muerte que yo andaba buscando... Nadie vive jamás la vida en toda su intensidad excepto los toreros».
«Fiesta» popularizó universalmente los sanfermines. Allí se sintió fascinado Hemingway por el Niño de la Palma (en la novela, «Pedro Romero»). He podido localizar cuándo: el 11 de julio de 1925, toros de Gamero Cívico para Belmonte, Marcial y Cayetano. Así lo elogia: «Siempre estaba recto, puro, natural, en línea». (Las mismas palabras usará, años después, para Antonio Ordóñez). Luego, este «Romero» le decepcionó.
Sale de España Hemingway en 1939; vuelve —sin ningún problema— en los cincuenta: cerca de la vejez, renueva sus ilusiones juveniles presenciando la rivalidad de Antonio Ordóñez y Luis Miguel (quizá, la última gran competencia). Toma partido absoluto por su amigo Ordóñez y se reserva a sí mismo un papel protagonista en ese drama, que «vende» al gran público internacional, con sus artículos en «Life».
Poco después de «El verano peligroso», publica Corrochano su libro «Cuando suena el clarín»: con argumentos técnicos irrefutables, deshace las opiniones taurinas de Hemingway. ¿Por qué ha cometido tantos errores? Sencillamente, porque ha traicionado su propio ideal literario de implacable respeto a la realidad: creía estar viviendo una nueva guerra civil, en la que él jugaba un papel protagonista...
He localizado una carta de Hemingway a su amigo Scott Fitzgerald (al que maltrata en «París era una fiesta»), del 1 de julio de 1925, donde expone su ideal: «Para mí, el cielo sería una gran plaza de toros, con un abono de barrera para mí y un arroyo con truchas, en el que no se permitiera pescar a nadie más, y dos casas bonitas en el pueblo: una, para mí y mi mujer y los chicos; otra, donde tendría a mis nueve amantes guapísimas... Me montaría en mi caballo, cabalgaría a la ganadería de toros bravos y tiraría monedas a todos mis hijos ilegítimos...»
Más allá de la ingenua vanidad, este sueño refleja la honda fascinación que sintió Hemingway por la Tauromaquia.

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