Ídolos en
Pamplona
Koldo Larrea
La plaza de Pamplona siempre ha sido
un coso de contrastes. El silencio respetuoso de sombra frente a la ruidosa
algarabía de sol. Y es que las cuadrillas de amigos y las peñas, incluso ya a
principios del siglo pasado, iban a los toros a pasárselo muy pero que muy
bien. Estas juergas, inolvidables, hasta la década de los 80, se combinaban
inteligentemente con lo que sucedía en el ruedo; las músicas peñeras sólo
sonaban entre toro y toro. Por desgracia, en esos años, esa magia se acabó y
ahora una insoportable mezcla musical persiste a lo largo de todo el festejo,
indiferente a lo que ocurre en el ruedo. Es la mejor muestra de la decadencia
de unas peñas que no se han renovado, en las que abundan los maduros y faltan
los jóvenes.
Tal ambiente no gusta nada a muchos
toreros. Un ejemplo: año 1988; José Miguel Arroyo “Joselito” llegó, vio y no
regresó. Sin embargo, en ocasiones contadas, sombra y sol se ponen de acuerdo,
siguen con interés, incluso con euforia, la faena, generalmente efectista, y
entonces la plaza atruena. Veinte mil almas se vuelcan con un torero, aplauden
generosamente, corean su nombre, y el triunfo ya es inolvidable para todos.
Y es que la feria pamplonesa, pese a
ese polémico ambiente, tan peculiar por otro lado, en alegre y precioso rojo y
blanco, posee una gran ventaja: la fecha de su celebración. Un triunfo en la
capital navarra puede servir, y de hecho ha servido, para mucho, ya que, tras
San Fermín, queda prácticamente todo el verano taurino por delante, un montón
de carteles en los que una montera joven puede ver su nombre anunciado, aunque
sea por la vía de la sustitución, ahora que las ferias se hacen con tanta
antelación, o una veterana puede ver relanzada su profesión.
Y si no que se lo digan a Juan José
Padilla, que llegó en 1999, con sólo el contrato de Pamplona, como él mismo
reconoció, rubricó un triunfo apabullante y se puso en marcha en el circuito
con un montón de contratos. De la nada al todo. Pamplona le cambió la vida, a
mejor claro está. Desde entonces, sigue siendo el rey… de la solanera
pamplonesa. El “illa, illa, illa, Padilla, maravilla”, coreado como si de campo
de fútbol se tratara, continúa sonando vibrante y el torero lo agradece.
El llamado “Ciclón de Jerez” no es
el único caso. Un reconocimiento similar de las peñas disfrutó en los últimos
años Pepín Liria. “¡Pepín!, ¡Pepín!”, bramaban los tendidos cálidos y el
murciano correspondía con grandes dosis de arrojo. Y quién no recuerda ese
“¡Zoootoluco!” acompañado de acordes palmadas. O, años antes, esa faena de un
desconocido Domingo Valderrama frente a “Amargoso”, un miura de 690 kilos que
tapaba al bajito diestro; lo mató de una estocada hasta la bola y paseó una más
que merecida oreja. A partir de ahí, el nombre de este sevillano comenzó a
sonar y, lo que es más importante, firmó contratos y sumó pesetas.
Aparte de estos ejemplos, y en una
época anterior a estos espadas, el idilio más famoso y polémico fue el que
mantuvo Antonio Ordóñez con las peñas pamplonesas, con Pamplona en general. La
suya fue una relación de amor-odio, de ni contigo ni sin ti. En cualquier caso,
el maestro pudo presumir de ser el único torero que había corrido delante de
los toros de su ganadería en el encierro matinal; sucedió en 1961, año en el
que debutó como ganadero con corrida de toros –no sólo en Pamplona sino en
España- y se declaró “navarro de corazón” tras recoger el premio al mejor toro.
Y es que siempre que su profesión se lo permitía, aprovechó el tiempo de ocio
durante San Fermín para atarse el pañuelo rojo al cuello y gozar bailando con
las cuadrillas de las peñas, sobre todo con Oberena. En otra faceta, ejerció
también de pastor y de doblador; es decir, protagonizó todas las facetas
taurinas de su querida Vieja Iruña: pastor, doblador, corredor, matador de
toros y ganadero. ¿Qué más se puede pedir?
Sería injusto olvidar el cariño que
recibieron, y que mantienen, en la capital navarra diestros, entre otros
muchos, como Tomás Campuzano, Emilio Muñoz, que también salió relanzado de
Pamplona, Diego Puerta -“Diego Valor”- o Ruiz Miguel, quien hace siete años
presenció desde el ayuntamiento el lanzamiento del cohete sanferminero y se
emocionó profundamente al oír coreado su nombre -¡Ruiz Miguel, Ruiz Miguel!-
entre la sudorosa muchedumbre que festejaba el inicio de las fiestas.
Sinceras lágrimas que desconozco si
brotaron de los ojos de aquellos toreros de comienzos del siglo XX, como Gaona,
Ricardo Torres “Bombita” o Rafael González “Machaquito”, diestros que, por
razones de distancias y de duros desplazamientos, toreaban en todos los
festejos de la feria, y lidiaban y estoqueaban en Pamplona miuras, anastasios,
veraguas, zalduendos, palhas o lizasos. Sin duda alguna, eran otros tiempos.
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