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sábado, 21 de julio de 2012


DAMNIFICADOS POR LA SUSPENSIÓN DE LAS CORRIDAS DE TOROS EN BOGOTÁ

Desde el humilde sastre hasta el acaudalado ganadero se ven afectados con la cancelación del toreo

ANDRÉS RIVERA MEJÍA
En un populoso barrio del sur de Bogotá se encuentra la casa de Fermín, sastre taurino y novillero, quien con su trabajo vela por la educación y el sustento de cuatro personas. La cabeza disecada de un toro adorna la sala, que sirve a su vez como taller. Diciembre y enero son meses “imposibles”: subalternos y matadores llevan sus trajes para que este hombre de escasa estatura los arregle para el día de la corrida, comenta, a propósito de la medida del alcalde Gustavo Petro de prohibir las corridas de toros en la plaza de Santamaría. “No sé de qué voy a vivir. Por ahora, remiendo chaquetas para caballistas; quedan pocas corridas en la provincia y el dinero no alcanza”.

No solo el sastre. También los ganaderos, los mayorales, los veterinarios que cuidan a diario del ganado bravo, los vaqueros, los toreros y su grupo de subalternos, banderilleros, picadores y mozos de espadas, los monosabios, los médicos de la plaza, los acomodadores, los que atienden la taquilla, inclusive el cura que está a cargo de la capilla de la plaza y la señora que revende localidades, entre tantos otros, viven de los toros.

Durante más de la mitad de su vida, Benjamín Herrera, de 60 años, ha hecho banderillas, muletas, estoques y toda la parafernalia necesaria para la lidia en la arena de un toro de casta. “Dejar de trabajar en Bogotá me representaría perder diez millones de pesos por la temporada, un vacío enorme, casi imposible de llenar -se queja-. Confío en que acá no nos quedaremos sin toros. Todos los días, en especial en las noches, pienso en qué voy a hacer y en qué va a pasar”. 

La fiesta brava vivió un hito histórico en Bogotá a finales de la década de 1920, cuando don Fermín Sanz de Santamaría construyó la Plaza de Santamaría. Debido a una crisis económica debió venderla a la ciudad, con lo que se estableció una tradición taurina que hoy está en peligro.
De los toros también derivan su sustento informal familias que, a las afueras de la plaza, venden toda clase de objetos relacionados con la fiesta durante la temporada. En los meses de enero y febrero, Lucero y su esposo se ubican allí para revender boletas, con el dinero se ayudan para mantener a sus tres hijos. “No solo nosotros nos vemos afectados. Los compañeros que hacen botas, sombreros, gorras. trabajan todo el año para ofrecer sus productos, y ahora no vamos a tener qué hacer”, dice Lucero, para quien los comienzos del 2013 pintan sombríos.

Siempre polémica, siempre pasional, la fiesta brava es un encuentro con siglos de tradición. En sus inicios, caballeros nobles arriaban toros salvajes y sus peones los lidiaban. Las plazas de los pueblos fungían como escenarios improvisados para ritos, en ocasiones religiosos, donde el toro tenía algo de tótem. Con el paso del tiempo, la fiesta brava evolucionó y surgió la tauromaquia moderna, un mundo que, de puertas para adentro, es poco conocido en sus más intrincadas minucias.

La cabeza visible de este universo son los toreros. Criticados, catalogados incluso de “asesinos” por sus detractores, desempeñan una labor amparada por la constitución en la Ley 916 de 2004, que además requiere de una formación tanto o más rigurosa que cualquier otra carrera. Matadores, rejoneadores, banderilleros, picadores y novilleros son parte de una escena en la que cada uno tiene funciones precisas y en las que se expone la vida. 

El banderillero caleño Ricardo Santana está viendo una situación más complicada que en la peor de sus actuaciones. La cancelación de la temporada en Bogotá lo dejaría sin percibir aproximadamente diez millones de pesos y, consciente de las dificultades que se le avecinan, ha emprendido una infructuosa búsqueda de empleo. “Terminé mi bachillerato y me dediqué a esto. No sé hacer otra cosa”, confiesa. Mientras, reparte hojas de vida para “trabajar en lo que sea”. Conocidos, incluso amigos, le han dado la espalda. Él ama su profesión.

Nicolás Nossa, encargado de la Escuela Taurina de Choachí, es un hombre de rasgos fuertes y piel curtida de tanto trajinar en las plazas como torero. Ahora como profesor, se muestra preocupado por la situación que muchos enfrentarían de acabarse las corridas de toros: Varios de mis alumnos empezaron a estudiar gracias a los toros. No es posible medir únicamente en cuestiones económicas la tauromaquia. Con esta profesión, que es legal, honesta, un joven puede salir adelante como persona y ayudar a su familia. Se niega rotundamente a una propuesta del distrito para recibir un subsidio. “No queremos limosnas, queremos trabajar en nuestra profesión”.

Para esos que lograron “graduarse” como matadores la situación no es menos compleja. Algunos tienen contratos vigentes que serán incumplidos y otros se quedarán sin torear en Bogotá.
Luis Bolívar es el mayor referente como torero de Colombia en el exterior. En España, es reconocido como uno de los mejores. “El mundo del toro es una forma de vida. Arrastro con una gran familia: comparto con el mozo de espadas, tres banderilleros, dos picadores, la ayuda, el chofer que maneja la furgoneta, el fotógrafo, el apoderado y, por último, yo; ahora todos, además de las personas de los hoteles, los que venden papitas afuera de la plaza, vamos a estar en una circunstancia muy dura”. 

Bolívar tiene firmado contrato con la Corporación Taurina de Bogotá para la temporada 2013, que quedó suspendida. “Espero no tener que demandar porque, al fin y al cabo, eso es dinero que van a tener que pagar los contribuyentes, taurinos y no taurinos, lo cual no es justo”.
Nadie está dispuesto a darse por vencido. ‘Pepe’ Manrique, matador y presidente de la Unión de Toreros (Undetoc), pertenece a una familia de toreros: su padre, su tío y su hijo han ostentado esa profesión. Su papá se inició en el Matadero Distrital y lidiando “criollos”; su tío, Leonidas, fue matador; ahora su hijo está en la escuela de ‘el Juli’ en España. ‘Pepe’ sostiene que dará la pelea para volver al ruedo que lo vio nacer como torero hace 20 años.

A pesar de ser administrador de empresas egresado de la Universidad de los Andes, Juan Solanilla es otro damnificado. Alterna su trabajo como ejecutivo con el de torero. En su debut, en el 2006, un novillo le propinó una fuerte cornada que no logró opacar sus ganas de seguir ese camino. “A pesar de tener otras oportunidades por mi carrera profesional, me veo afectado en lo anímico y lo económico, pues Bogotá es una plaza muy importante para mí”. Solanilla tampoco dejará de batallar para que eso que llama su pasión no muera.

El campo

El mundo detrás de un toro empieza en el lugar donde nace. Producto de una cuidadosa selección, los toros de lidia son animales distintos, especiales. Estos procesos los llevan a cabo los ganaderos, personas que se dedican a esta actividad por afición, por pasión y por herencia, y que, ante todo, aman al toro, al que crían como a un “guerrero”. 

Carlos Barbero, propietario de la ganadería Santa Bárbara, está dispuesto a acabar con su actividad en caso de que sea definitivo el fin de las corridas en Bogotá. “Querían evitar la muerte de algunos toros y están propiciando -se lamenta- una masacre de miles de animales”. Un reconocido ganadero caldense que se siente “asaltado” en sus libertades es Miguel Gutiérrez: “La gente no sabe que esto no es negocio, uno apenas cubre los costos y lo hace por amor al toro”. 

En las fincas, personajes como Blas Garzón, mayoral de la ganadería de Juan Bernardo Caicedo, para quien “esto no es un trabajo, sino un hobby”, quedarán a la deriva. Su sueño de ver a su nieto, que tiene apenas dos años, trabajando con toros de lidia en un futuro parece esfumarse.
Ese animal que aman y querían ver luchar en la plaza morirá, con sus ilusiones, en el matadero. Muerte indigna para un combatiente.




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