Por Eduardo Coca Vita.
En «La Razón» de 29 de abril de 2004, página 60, escribí un elogio a Enrique Ponce,
de quien, además de sus virtudes taurómacas en la plaza y frente a los
toros, ponderaba sus valores humanos en la vida y frente a los hombres.
Unas alabanzas a su torería y una loa a su dignidad torera que repetí en
este diario manchego el 26 de noviembre de 2007, página 2, llamándole
«maestro del toreo y de la vida», ensalzamiento de virtudes toreras y
humanas que me dio pie a recordar, con citas, el concepto en que la
sociedad taurina y no taurina tuvo siempre a los toreros, las opiniones
de muchos matadores de toros sobre su propio comportamiento fuera de las
plazas y la admiración debida a los maestros de otra época que iban
impecables de imagen y atuendo, incluso extramuros del ambiente taurino,
cuando hacían vida social, cultural y hasta de ocio.
Algo de ello dije también en otros artículos sobre toreros: «José Tomás, rara unanimidad», 1 de julio de 2007; «Curro Romero, hombre y torero», 1 de junio de 2009; y «La última ovación», 26 de octubre de 2011, al poco de dejarnos Antoñete.
Y alusiones a lo mismo hubo en mi conferencia de 26 de noviembre de
2010 («Los toros en la cultura») y en mi pregón de la feria taurina de
Ciudad Real, 12 de agosto de 2011.
Simples ejemplos los por mí puestos y
citados, por escrito o de palabra, que podrían multiplicarse recorriendo
tres siglos de toreros de a pie, relevantes unos, genios otros,
meramente representativos algunos y grises o anodinos los más, pero con
el denominador de sentirse y verse toreros fuera y dentro de los ruedos,
con torería vital y no solo profesional.
Coincidiendo con las corridas falleras se ha presentado el libro «Enrique Ponce, un torero para la historia», donde el coautor Andrés Amorós, catedrático
de Literatura, lo considera figura de época dentro y fuera de los
ruedos, destacando su vida ordenada y familiar, su personalidad
equilibrada y recta, con trayectoria firme, segura y serena de hombre
serio, manera de ser que le ha llevado a una pronta madurez pese a lo
rápido que le llegaron los triunfos. Y nada menos que el premio nobel Vargas Llosa
se encarga del prólogo, prueba de que estamos ante un torero de primera
pero también una persona coherente con esa condición, de otra forma no
habría don Mario firmado el prefacio.
En fechas simultáneas a las Fallas se celebraba el juicio de Ortega Cano
por las graves imputaciones de conducir de modo temerario y ebrio como
una cuba, a velocidad más que excesiva y con invasión total del lado
contrario de una carretera secundaria, donde la ruleta existencial puso
ante el Mercedes del desbocado torero a un vecino en paro que
tranquilamente guiaba su Seat en busca de un trabajo. Tremenda
coincidencia en la que el prudente hizo de toro para morir frente al
torero, no armado esta vez de estoque y muleta sino de un potente
todoterreno puesto en marcha irresponsablemente tras ingerir mucho
alcohol.
Lo peor del comportamiento de Ortega para
el concepto que de él se tenga no está en lo que pasó. Lo peor es su
descaro posterior con el que se empeña en hacer creer que aquella noche
se limitó a mojarse de cava los labios, jurando haber conducido después
ordenada y prudentemente, aunque sin saber la razón de su choque por
falta de memoria consciente. Y lo dice apriorísticamente rebatiendo a
peritos, agentes, sanitarios y testigos, todos confabulados o
equivocados contra la evidencia, tan grande y manifiesta que ni siquiera
el derecho de defensa del acusado puede justificar una mendacidad tal,
otra cosa es que no sea punible la falsa confesión del imputado, según
leyes que ampara la Constitución y que a mí, jurista de formación, me
parecen justas y propias de la época en que estamos.
El hecho enjuiciado, que debe recibir la
condena ejemplar que merezca, me sirve para censurar otra vez la falta
de torería de algunos espadas en su vida civil. Al fin y al cabo esto no
es más que el final sin sorpresas de la trayectoria de Ortega Cano en
los últimos tiempos, donde al socaire de su pasada fama y viviendo de
las rentas (si no era su carencia el móvil de reaparecer) se empeñaba en
copar programas de la más banal frivolidad, estar en la prensa rosa o
en la del corazón, visitar las telebasuras, conceder entrevistas
intrascendentes y prestarse a patronazgos sin prestigio, aceptar
misiones y encomiendas de publicidad barata, salir a bailar en un
concurso de «famosos» que solo iban a cobrar y un sinfín de aspavientos
que no es preciso recordar a quien haya seguido a este retirado de
torear pero aparecido habitual en las pantallas de cualquier canal, con
intervenciones que le llevaron a creerse consiliario social, si no
autoridad moral, lo que él sabrá y solo Dios valorará.
Las liviandades de Ortega Cano en sus
últimos años, y la gravísima acción de la que en días pasados fue
juzgado sin tener la humildad/humanidad de pedir perdón a la viuda y
huérfanos por su disparate, suponen también una forma grave de dañar a
la fiesta quien se aprovechó de ella y por ella se encumbro.
Esas acciones poco ejemplificadoras
suponen, por lo demás, un reforzamiento del antitaurinismo, desvirtúan
las máximas que llevan al aficionado a poner al torero como modelo de
superación en su vida de renuncia-sacrificio, y para acabar, son como
dar la puntilla: a él mismo, sin argumentos con que honrar el oficio de
torear, y a quienes defendemos a los toreros como espejo del obrar
frente a esa parte de la sociedad que vegetativamente vive sin esfuerzo
ni dificultad.
Ni pagando sus culpas, sus mentiras y sus
excesos podrá Ortega Cano saldar con la afición su actuar. No digamos
con el inocente marido y padre a quien el torero de mal obrar se encargó
de mandar a la eternidad.
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