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viernes, 8 de noviembre de 2013
Las tormentas de Morante
MIGUEL ÁNGEL GARCÍA
EXISTEN pasajes bastante misteriosos en el mundo de la fiesta brava, algunos inexplicables y otros que apenas entendemos. Esta mezcla de hechizos, conjuros y magias son los que enarbolan el espectáculo taurino. Existen circunstancias que rayan en la espontaneidad y que nos hacen regresar una y otra vez a un festejo taurino. Algunas tardes salimos furiosos por muchas vicisitudes que lastiman nuestra afición, otras hasta abandonamos los cosos sintiéndonos toreros. Y son más satisfacciones que desilusiones las que sumamos al final de cuentas, finalmente todos los espectáculos tienen sus lados positivos y negativos, que se generan en el momento y es lo que en gran medida resulta apasionante.
Uno de los grandes personajes que guarda mil pasiones y mil desilusiones es el matador hispano José Antonio Morante de la Puebla, un torero de gran envergadura artística, gracia y plástica. A ciencia cierta no sabemos en dónde o de qué material esté hecho el de la Puebla, algunos aseguran que su físico fue forjado en el olimpo del toreo y su espíritu formado en el templo de las musas. La realidad nadie la sabe, lo único que nos consta es que toda esa variedad de condimentos prodigiosos que posee Morante, los hemos visto emanar en los ruedos en ciertas ocasiones. Solo en muy particulares tardes, porque no siempre el artista logra contar con lo necesario para la ejecución de una obra. Y es aquí donde las pasiones se vuelven tormentosas, nada a medias. Pudiéramos ver a Morante todas las tardes regando arte como agua a chorro, pero por miles de circunstancias jamás podemos verle así, en serie. Y no es porque el personaje de oro no lo pueda hacer, recursos tiene de sobra, simple y sencillamente que el sentimiento, el arte, no se riega todos los días. Morante no es una imprenta, es un esbozo que brota de su propia inspiración. Único e irrepetible. Todos corremos a verle cuando se anuncia aquí o allá. Su presencia es un acontecimiento que nadie quiere dejar de ver. Pero cuidado, no hay que irle a ver seguros de que ese día el torero destape el frasco de las esencias, mejor hay que llevar en mente que algo grande puede pasar, para bien o para mal. Puede Morante formar una tormenta de pasiones con su capa y su muleta, puede desbordar las emociones hasta llevarnos al paroxismo; puede voltear una plaza completa, provocar lágrimas y entusiasmos exaltados. Eso puede hacer Morante con su gracia, con su hechizo, con su exquisita forma de torear. O bien, puede hacer tormentas de enfado, de coraje; puede hacer que el público le chifle, le abuchee. Puede armar un lío que incluso divida los gustos en los tendidos por el simple hecho de que esa tarde no haya podido acoplarse a sus toros. Él, solo él puede hacer estas tormentas. Pero de algo estamos muy seguros, que apenas lo anuncien en otra plaza, allá estaremos. Hambrientos de él. Habremos dejado atrás todo coraje y repudio y con una nueva ilusión esperaremos verle como a un Dios. Morante tiene esa cualidad, aglutina, unifica y divide. Para muchos aficionados que comienzan andar el camino de los toros, les puedo decir que ir a ver a Morante es todo un misterio, nunca se sabe lo que pueda suceder. Las tormentas de Morante pueden ir de lo majestuoso, a lo patético. Pero jamás serán lloviznas mediocres. Puede írsele un toro vivo, puede no tener materia prima para esculpir una pieza torera, puede simplemente no salir de vena y dejar pasar a sus astados con indiferencia total, pero siempre dejará algo en el ruedo, algo del que todo mundo seguirá hablando eternamente. Morante el artista, el hechizo, el odiado. Morante el amado.
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