Su arrasadora personalidad,
senequista y austera, sabia y modesta, le ha llevado a hombros del
reconocimiento general. Por eso, a pesar de los duros avatares de su
vida, que también los ha habido, Curro se confiesa feliz. Dice que ha sido un hombre con suerte y que su vida ha sido «un visto y no visto». No da importancia a su talento. No quiere premios
-«mi premio ha sido la afición que me ha seguido a todas partes»-, ni
alabanzas. Sólo ansía la tranquilidad. Pasar desapercibido. «Me gusta la
gente que conozco y me dice que no se me acerca para no molestarme».
«No me he traicionado»
No es consciente de lo que significa para los demás. De
hecho, su genialidad consiste en que sólo tiene conciencia de lo que
significa para sí mismo: un hombre honrado que no se ha traicionado jamás.
«Yo tenía técnica para poder hacerle a cualquier toro cuatro cosas y
contentar a la gente, pero no lo sentía y por eso no lo hice. Ésa es mi
dignidad: no me he traicionado», se dice casi en voz baja. Echando la
vista atrás, Curro no recuerda reconocimientos ni vítores. No es fetichista.
No sabe qué traje se puso en ninguna corrida. Pero sí recuerda con
precisión los momentos en que levitó ante un toro, le cortase o no las
orejas, que él siempre ha preferido «con papas». Dice que en esos
instantes conoció la verdadera libertad. El Arte. La perdición de no
tener noción de nada mientras su vida bailaba al socaire de su búsqueda
de la hermosura. El instante en el que halló la eternidad. Ésa es su
obsesión en sus conversaciones íntimas:
tratar de explicar que tal vez su grandeza consiste en no haberse
obstinado en ser grande. Simplemente en ser feliz. Y en haber convertido
ese egoísmo en un soberano acto de generosidad.
Mientras juega al dominó cerca de su casa de Espartinas,
con los pocos amigos de toda la vida que ya le quedan, y sin apostar
jamás una peseta -«aún así nos decimos de todo, anda que si apostáramos
algo...»- suele mirar atrás al acecho de sus alegrías. A Antonio Burgos, su biógrafo, su amigo del alma,
el único que sabe escribirle sus esencias, le explicó que quiso ser
torero para «hartarse de dormir» y para sacar a su gente del lodo. Su
padre le aconsejó que fuera humilde. Y ni siquiera fue a verlo en sus
primeras tardes de La Pañoleta. Ni el día de la Maestranza ante
«Radiador». Igual que su madre, «que no me vio torear ni en vídeos».
Vivió a su aire
Quizás por eso él tiene claro que no habría podido soportar tener un hijo torero. Y tal vez por eso también idolatró tanto a su Andrea, su gran espejo.
Cuando le compró el piso de la calle Monte Carmelo, en el barrio de Los
Remedios, para sacarla de aquella casa vieja de Camas con letrinas en
el corral, sus metas materiales se acabaron. Guardó su intimidad con
celo y vivió a su aire. Y toreó a su albedrío.
«Un día mi madre fue al frutero al que llevaba años yendo en Los
Remedios y una clienta la descubrió. Dijo que era la madre de Curro
Romero. El frutero le dijo que cómo se había callado eso tanto tiempo.
Mi madre le explicó que ella era Andrea López y ya no volvió más a esa
frutería», cuenta con orgullo. A ella, señora recia de «roete» y callos
en las manos, le debe su afinidad con la gitanería: «Yo no quiero ronear de gitano, pero estoy seguro de que hace 400 ó 500 años tuve que serlo», se engríe Romero.
Sus anécdotas con los flamencos son infinitas. Como aquella noche en Triana en la que se llevó a la taberna del Morapio a su hermano Camarón y tuvo que pedirle a Antonio Ordóñez
que se marchara para que la fiesta cogiera cochura. El de la Isla cantó
una seguiriya «y nos rompimos las camisas, lloramos, nos abrazamos unos
a otros, eso fue inexplicable». O sus andanzas con Caracol el del
Bulto, Chocolate, el Beni, Rancapino, Pansequito, Picoco... «Picoco
gastaba dos cucharas al año de lo que comía». Una vez, para llegar al
bautizo de uno de los niños de Rancapino, que él iba a apadrinar, perdió
el avión y tuvo que alquilar una avioneta con azafatas. «Picoco se pegó
todo el vuelo diciéndonos ¿quieren ustedes tomar algo?». El jerezano
Luis de la Pica, con quien Curro moría, le tuvo que aclarar una vez que
él era «de Rafael de Paula». Y Romero le contestó: «Y yo, Luis, y yo
también».
Correrías sin fin
Esas correrías no tienen fin. Curro los ha conocido a todos.
«He tenido tanta suerte...», comenta cada vez que habla de ellos, a los
que defiende soliviantado: «Yo no podía soportar cuando veía en un
tablao a Camarón
echando las higadillas por la boca y en el público la gente levantando
la mano para pedir un güisqui». José, por cierto, quiso ser torero.
«Pero tenía mucha jindama». Gracias a Dios, fue cantaor. Y Curro
cantiñea por derecho los fandangos del Almendro. «Pero una vez Caracol
me pidió que le cantara uno y cuando terminé, me dijo: tú a torear». Y
toreó sin traicionarse, aguantando almohadillas o a aquél que se saltó
en Madrid a pegarle cuando se negó a matar a un toro.
El Faraón, que tenía el estoque en la mano, se levantó con
parsimonia y siguió su camino sin mirar siquiera a aquel hombre. Ése es
el paradigma de su gallardía. Venció a su instinto. Respetó la ira del
energúmeno. Curro lo había entendido todo cuando un amigo suyo, el
pintor Juan Lara, al que le confesó su preocupación por el maltrato que solía recibir, le despejó sus dudas: «No te agreden, Curro, te riñen por lo que dejan de ver».
O cuando aquel otro aficionado se levantó en la plaza de toros de
Sevilla un Domingo de Resurrección y le exclamó desesperadamente: «¡Curro, te odio!».
Amor de la afición
El amor de la afición a Romero ha sido tan auténtico que siempre ha flirteado con el odio. Porque él nunca ha sido hijo de la indiferencia. Ha buscado el silencio en sus adentros. Y ha basado toda su expresión artística en las distancias. «Siempre hay que huir del peligro», repite. Respeta el toreo de furia.
Pero él ha buscado otra cosa. Y por eso ha trascendido. Es un monumento
vivo al que le han dedicado uno de bronce. La gente se hace fotos con
él y con su escultura. El maestro siempre cuenta, ruborizado, la
anécdota del coche de caballos: «Estaba yo una vez esperando un taxi en
la calle San Fernando, donde yo vivía, y venía un coche de caballos
bajando la calle. El cochero les estaba explicando a los turistas los
monumentos: a la izquierda, la antigua Fábrica de Tabacos, actual
Universidad de Sevilla... De repente, al llegar a mi altura, dijo: a la
derecha, Curro Romero».
Los guías sevillanos lo enseñan ufanamente como uno de los grandes patrimonios de la ciudad. Pero él huye de todo eso. Prefiere meterse en sus entrañas para recordar la fortuna que tuvo de conocer a Rafael de León en casa de su suegra, Concha Piquer. O para hablar de Carmen Tello, la mujer que le pone brillantes los ojos cada vez que habla del querer: «Hay que ver la fuerza que tiene el amor», suspira.
Manolo Ramírez,
el mayor currista de cuantos profesan esa religión consagrada incluso
por sentencia judicial por un magistrado andaluz que dio la razón a un
trabajador al que habían echado por enfrentarse a un cliente que habló
mal de Romero, decía que Curro es un monumento a la verdad. En esa frase
cabe todo lo que sus ochenta años han vivido. Un hombre bohemio, a veces solitario,
defensor del Arte en todas sus expresiones, detractor del artisteo. «Un
artista no es una fábrica, no se pueden hacer obras de arte por
encargo, yo no creo en eso», asevera. Así explica su forma de irse de la
plaza: «Yo nunca pensé en anunciar mi retirada, nunca. ¿Hay algún
pintor que haya dicho que éste es su último cuadro?». En el fondo, Curro
Romero no se retirará nunca como tampoco jamás se ha traicionado. «Eso me lo llevaré a la tumba».
El peso de la leyenda
Su sentencia tiene incluso eco. Porque este hombre que sufre viendo al Betis,
que nunca se ofusca cuando su compañero de dominó no le da la ficha
exacta, que guarda a sus amigos en el templo de su intimidad, que huye
de los elogios, que sigue haciendo deporte a escondidas,
que camina con porte de paseíllo hasta cuando las piernas le flaquean,
que ama los momentitos inexplicables de la belleza, que persigue
desconsoladamente su memoria, que ha olvidado sus dolores,
que corre de los titulares, que se sacrifica en su generosidad por
aquellos a los que quiere y que siempre, permanentemente, por los siglos
de los siglos, está buscando la media verónica de sus desvelos, es un mito de la Tauromaquia y de la vida.
Hace ya 13 años que se retiró «y no he conseguido que me olviden», se
lamenta sinceramente. El peso de la leyenda es así de exigente.
Por eso hoy, que cumple 80 años, se recuerda tanto en su
niñez anónima y dramática de Gambogaz. Se es toda la vida lo que se fue
de niño. Y Curro Romero lleva tanto tiempo siendo tan inmenso que ni
siquiera han podido tenerle envidia. «Cumplo 80 y ha sido un visto y no visto». Eso es. El mundo, como dijo Villalón, el que buscaba toros de ojos verdes, se divide en dos: los que han visto a Curro Romero y los que no han visto nada.
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