FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
¿Qué es torear? La primera acepción que nos muestra la RAE es escueta y simplona:
lidiar toros en una plaza. La acepto, por supuesto; pero torear es algo más.
Significa experimentar la sensación de poner en juego dos de los atributos o
cualidades más preciados en el ser humano, el valor consciente y la
inteligencia, frente a esa mina anti-personas orgánica, ese polvorín de ira
concentrada en el cuerpo de un cuadrúpedo bicorne, que es el toro. Y ahora, súmenle
el inmenso placer que supone hacer de ello ostentación pública y crear una obra
de arte efímera y dinámica, irrepetible ni siquiera para el propio autor. Por
mucho que nos esforcemos quienes hablamos y escribimos de toros y toreros, esa
sensación es inenarrable. Solo la sienten quienes la experimentan al máximo
nivel, los toreros.
Quien haya tenido ocasión de ponerse delante de una
becerra, por chica que sea, sabrá lo que es sentir el aliento caliente e iracundo
de un animal, su intensa mirada, el jadeo de sus ijares, el ruido de las
pezuñas al arrancarse y el bufido que babea la bamba de una muleta; pero todo
ese surtido de miedos se alejarán de pronto, empujados por el infinito placer
que supone comprobar la capacidad innata que uno tiene para dominar la fuerza
bruta. En tales circunstancias, el torero ocasional, se cree el rey del mambo
taurino, pero como ha catado los efectos del miedo y sus livores consecuentes, difícilmente
osará menospreciar o minimizar el tremendo riesgo que afronta quien se pone
delante de una mole cornuda y agresiva, el único soporte de entre los
utilizados en las obras de arte que no es estático y destruible a voluntad del
artista, sino que, además, está empeñado en destruir su propia obra.
Sin embargo, todas estas sensaciones, digamos
primarias, que hacen sufrir y gozar a los
ocasionales “aficionados
prácticos”, en nada son comparables con las que experimentan los toreros
cuando se hallan frente al toro y frente a lo que Gregorio Marañón llamó
“ese monstruo de veinte mil cabezas que
es el público”. El placer orgásmico de torear a placer, debe ser infinito y embriagador como ninguno,
pero, también el éxtasis puede romperse a
golpe de pitón y llevarse una vida por delante. Y eso, quien mejor lo
sabe es el torero. Éste es su permanente dilema: triunfar o morir. Otro ilustre
Gregorio del mundo de los toros, Corrochano, se hizo algunos años
esta misma pregunta para ilustrar uno de sus más celebrados ensayos: ¿qué es
torear? Y él mismo se respondía: “Yo
no lo sé. Creí que lo sabía Joselito y vi como lo mataba un toro”.
Afortunadamente, el dilema del torero casi nunca llega
a cumplirse en toda su extensión, pero,
a veces, la muerte pasa muy cerquita. Por ejemplo, ayer en la plaza de Las
Ventas.
No redundaré en el relato de los hechos que acaecieron
hace poco más de 24 horas en el ruedo de
la Monumental
de Madrid. Todos los medios de comunicación han tratado la noticia con profusión tipográfica o con la
perfección descriptiva que proporciona la alta
definición de las imágenes digitales. Ya lo saben: la corrida se
suspendió al resultar heridos los tres toreros que integraban el cartel, uno de
ellos, David Mora, de extrema gravedad.
Ayer comentaba que el público salió de la Plaza consternado,
meditabundo, contrariado, preocupado. El
público de toros –aunque sea el de Madrid, tan intransigente, a veces— tiene un cupo de sensibilidad bien
contrastado. Sabe lo que se cuece en la candente arena, o, al menos, comprende
las situaciones a que condena una fatalidad irreversible. La extrema gravedad
de David Mora flotando en el ambiente era lo único que importaba a
quienes desfilaban taciturnos por los vomitorios de los graderíos.
Lo que todavía no conocemos bien, a fondo, es la
extrema gravedad que encierra la
utilización perversa de ese vehículo de comunicación que llaman
–llamamos— “redes sociales”. Cuando aún estaban operando a David
Mora en la enfermería de Las Ventas,
cuando se le transfundía la sangre por litros, cuando los médicos
dibujaban incisiones de bisturí en
muslos y axilas, cuando se trataba de detener la fuga sanguínea por la femoral arrancada, algunos mensajes apestosos
comenzaron a llover como esputos infectados de
odio en tuits y demás apeaderos de opinión por vía universal. Alguno de
los textos no son reproducibles, porque
atentan contra el más elemental sentido de la dignidad humana. Piden la muerte
para el hombre, porque, entienden, que el animal es la víctima inútil. Desean
la muerte a sus semejantes (los humanos), que es el inminente paso para
opositar a su condición de “animal”,
más que de “animalista”.
Estamos atravesando una época realmente delicada,
alarmante, altamente peligrosa. De extrema gravedad. El rebaño de mofetas que
ayer escribieron en redes y muros cibernéticos las injurias, insultos y vejaciones
hacia los toreros que ayer resultaron heridos, amparándose en ese otro muro
legal que es la libertad de expresión, lo hacen desde la seguridad de que, al
menos aquí, en España, están bien protegidos por la ambigüedad de las leyes en
este campo de acción y, por tanto, instalados en la mas confortante impunidad.
Solo los muy cobardes y los muy seguros de la protección de que gozan este tipo
de hechos –por la volatilidad del escenario que ocupan–, son capaces de tamañas
vilezas.
Ya he comentado en numerosas ocasiones la timidez, el
encogimiento, la pamplinez de las autoridades que deben cuidar las formas en
una sociedad civilizada cuando se trata de ordenar las manifestaciones en
contra de la fiesta de los toros. Invariablemente, a los “antis”, digan lo que digan y hagan lo que hagan, se les trata con
mimo, con “exquisito talante democrático”,
mientras a los aficionados taurinos se nos mira con recelo, con precaución. En
Barcelona, las manifestaciones antitaurinas se sucedían todos los domingos que
había festejo en la
Monumental. Una docena escasa de sujetos –y “sujetas”—nos maldecían, insultaban y
amenazaban a nuestro paso. A unos metros de nosotros nos retaban e injuriaban,
llamándonos asesinos, hijos de puta y demás lindezas, mientras una patrulla de Mossos
de escuadra nos miraba de reojo, no sea que tuvieran que intervenir… ¡contra los que soportábamos aquél fuego
graneado! A los “antis”, ni
advertirles moderación en el vocabulario, siquiera. Increíble.
Definitivamente, las “redes sociales” son el perdedero de estas liebres de
sorprendente intolerancia. Campan por
ellas a sus anchas. Amenazan de muerte o inducen a ella contra alguien… y no pasa absolutamente nada. Para
colmo, la clase política las utiliza también a
su antojo, para su provecho, dándose casos de ruborizante manipulación,
con tal de obtener una mínima cuota de poder. ¿Serán capaces nuestros
dirigentes de legislar un ordenamiento
definitivamente eficaz que actúe contra esta barbarie de comunicados?
Ojalá se empiece a judicializar esta esperpéntica
situación y se den escarmientos que
sirvan de lenitivo para combatir esta plaga que asola, empobrece y
denigra a la sociedad contemporánea, una
insufrible batahola de la que es víctima constante el mundo de los toros. Las
cosas están llegando a un punto insoportable. De extrema gravedad.
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