César Rincón, el matador
La gloria y el miedo, el orgullo y el retiro; una charla en que llega a todos los rincones del matador. |
Por Víctor Diusabá / Fotos Ralf Pascual
La vida de César Rincón se podría clasificar
de mil maneras. Una, por ejemplo, con los nombres de los principales
toros que lidió en la vida. Santanerito se llamaba aquel que el 21 de
mayo de 1991 le permitió alcanzar su primera puerta grande en Las Ventas
de Madrid. Estaba marcado con el hierro de Baltasar Ibán, una ganadería
famosa por lo brava y lo exigente.
Por entonces, Rincón era un personaje nacional
en el medio taurino, pero para los españoles no pasaba de ser un torero
modesto. Como si fuera un viejo maestro, Rincón hizo esa tarde una
faena casi perfecta y el premio mayor, dos pañuelos que significan dos
orejas, asomaron en el palco de la Presidencia. Mientras se aferraba a
ellas con un emotivo “esto nadie me lo puede quitar”, el hijo de
Gonzalo, un fotógrafo callejero, se hacía célebre, hasta el punto de
convertir su regreso al país en un acontecimiento comparable a la
llegada de una victoriosa selección de fútbol o de un campeón de
ciclismo.
El segundo capítulo de esa historia se podría
llamar Bastonito, otro toro, también de Baltasar Ibán, al que los viejos
aficionados de Madrid dedican horas y horas para hablar de su fiereza o
de su bravura. O de las dos juntas. Nunca se ponen de acuerdo, pero en
lo que sí coinciden es en que Bastonito no tiene par. Por su parte, el
testimonio del video habla en términos de miedo y de valor sobre qué
pasó allí en ese 7 de junio 1994. Al final, Rincón salió indemne y cortó
una oreja, para muchos, la más importante de su carrera.
Otro toro se llama Fugitivo y su historia
ocurre en abril de 1993. Le sirvió para conquistar a la esquiva Sevilla,
no sin antes de dejar una cogida como testimonio de entrega. Con esa
faena Rincón derribó, si es que acaso era necesario, el tópico de ser un
torero al que se le consideraba valiente y poderoso, pero sobre el que
existían reservas en torno a su condición de lo que los taurinos llaman
artista. Sevilla se precia de dar esa bendición. Aquel día, en la Feria
de Abril, lo acogió en sus brazos, aunque siempre que volvió allí debió
ratificar esa condición de hijo selecto de la capital andaluza.
Pero a César Rincón también se le puede
catalogar por la cantidad de plazas que cayeron en su marcha triunfal.
No hubo país de ese extraño y reducido circuito taurino en el que no lo
consideraran como un ídolo e incluso lo arroparan como local. Rincón fue
torero colombiano y rey de todos sus ruedos, pero no menos lo fue en
España, donde Madrid lo hizo hijo propio. En el sur de Francia, los
aficionados consideraron que era una forma de estimular la competencia
con los españoles y lo adoptaron. México hizo igual. Por supuesto que en
Ecuador, Perú y Venezuela lo levantaron como estandarte andino de la
fiesta.
Aunque hay otro top, el de sus momentos
difíciles, esos que lo marcaron para todos sus días, incluso los que
están por venir. Primero, el de la muerte trágica de su madre y su
hermana, cuando él recién despuntaba en España. Luego la cornada de
Baratero, el 4 de noviembre de 1990 en Palmira, Valle del Cauca, que lo
puso en manos de los cirujanos y también en las de Dios, dice él, cuando
vio la luz de algo que estaba más allá, mientras unas voces se perdían
en el horizonte “se nos va, se nos va”. Y enseguida, ligada a ese túnel,
la hepatitis C como compañera inseparable, resultado quizás de una
transfusión de sangre obligada por las circunstancias.
Y uno más, el cuadro de honor de sus miedos.
El que les tiene a los ratones, el de la soledad (de niño, se soltó de
la mano de sus mayores en un parque y carga ese temor para siempre
consigo) y otro, el peor de todos, el de que un día el toro bravo
desaparezca de la faz de la tierra.
Todos ellos son Rincones, rostros de ese mismo
hombre que husmea en su lejano pasado para encontrar las razones
privadas por las que ahora lucha en público.
Usted y sus hermanos nacieron, casi
todos, en el barrio Santander, pero luego se fueron a vivir a Fátima.
Para hablar en términos de hoy, no cambiaron de estrato, tan solo de
dirección…
No, es que no había formas. Éramos una
cooperativa en la que todos, desde mi papá y mi mamá, hasta nosotros,
los hijos, poníamos algo para poder cumplir con el arriendo, el mercado y
servicios. Y por encima de todo, los niños teníamos una obligación: ir a
la escuela o al colegio. El que más recuerdo, el José María Córdoba.
Quedaba un poco lejos, estaba por los lados de El Tunal. Era más
aconsejable ir en bus, pero no siempre había con qué. Igual, buscábamos
la solución, por ejemplo, colarnos. Cuando estoy allí aparece un equipo
francés que está haciendo un documental, me parece que era para la
Unicef, y yo termino como uno de los protagonistas. Esas imágenes me
muestran muy menudito, pero con un sueño grande: el de ser torero.
¿Y por qué se emociona tanto cuando se acuerda del José María Córdoba?
Me veo con mis hermanas –Sonia, Martha y
Rocío– y con una profesora que enseñaba inglés y español, una maestra
que se preocupaba mucho porque aprendiéramos. Cuando luego triunfé en la
plaza de Las Ventas de Madrid, me buscaron del José María para darme el
bachillerato honoris causa. Yo solo había llegado hasta tercero de
bachillerato. Fue muy emocionante.
¿No quiso o no pudo seguir estudiando?
Ya me había metido en lo del toro y era eso o
nada. Pero había que ganarse la vida. Hice muchas cosas, tantas que no
sé si me acuerde de todas. Una, ayudante de ornamentación. Yo no sé si
don Merardo, así se llamaba el hombre, no se acordó, pero el primer día
no me dio máscara para soldadura y llegué a la casa con los ojos hechos
candela. Sentía montones de pequeñas piedras entre ellos. Mi mamá, que
tenía solución para todo, me los lavó con tomate y yerbas. También fui
ayudante de zapatería en el barrio Restrepo. Un primo tenía un pequeño
puesto y nos pagaba por montar suelas en la horma, les echábamos bóxer y
las pegábamos. A veces, compraba el famoso decol, que servía para todo,
desde desmanchar la ropa hasta desinfectar, lo ponía en una garrafa
grande y me iba casa por casa, vendiéndolo por botella. La chatarra
también dejaba algunos pesos. Teníamos un carro de esos que llamábamos
“esferados”. La gente nos regalaba lo que les hacía estorbo y nosotros
lo vendíamos por peso en el taller. El reciclaje de entonces…
Está claro que vivir de hacer
fotografías en las plazas de toros no daba para sostener una familia tan
grande, eran siete ustedes…
Mi papá –un soñador en el que se juntaban el
torero que siempre quiso ser y no pudo, y el fotógrafo– hacía lo que
podía. Mi mamá era empleada doméstica cuando podía. Luis Carlos, mi
hermano, ayudó mucho. Entró a trabajar en un almacén de muebles y le iba
bien. Uno de los mejores días era aquel en que él se ponía cita con mi
mamá para ir a hacer mercado al granero. Ahí también iba a parar mi
modesta contribución, a manos de mi mamá, quien era la última palabra de
todo lo que sucedía y se hacía en mi casa.
Escuchándolo, cualquiera diría que fue una infancia en la que no hubo espacio para disfrutar, ¿fue así?
No. Éramos como tantos otros. Había que hacer
sacrificios, pero sacábamos tiempo para poner a andar nuestros sueños.
Los domingos, luego de ir a misa, solíamos hacer paseos de olla. Uno de
los que más nos gustaba era el de ir por los lados del aeropuerto a ver
decolar y aterrizar los aviones. Por allí vivía una tía, hermana de mi
mamá. Yo jugaba al frontón, una cosa rara para casi todo el mundo, pero
muy afín a los toreros. Y montaba en bicicleta. ¿De dónde la saqué? Me
la regaló un señor que tenía un almacén de telas en el barrio Ricaurte,
sobre la calle 13, Andrés Abitbol. Le sacábamos jugo a esa cicla en el
parque. Nos trepábamos a los andenes, hacíamos piruetas. Bueno, hasta el
día en que me la robaron…
¿Y el mejor amigo?
Mi primo Julio, sobrino de mi mamá. Siempre estábamos juntos. No sé nada de él. Me gustaría volverlo a encontrar.
De ese mundo al de los toros no había
sino un paso, el que dio de la mano de su padre, en alguna tarde, en
algún lugar. ¿Cuál fue la primera vez de esas tantas primeras veces?
Pues me parece que no fue en Bogotá. Sucedió
en Manizales. En Bogotá fuimos varias veces con mi papá a ayudarle a
vender fotografías, pero, luego, a la hora de la corrida, él entraba a
hacer su trabajo y nosotros lo esperábamos afuera. Con mi hermano Luis
Carlos tomábamos copias de las fotos de toreros que hacía mi papá y
hacíamos retablos, que después juntábamos sobre unas pequeñas láminas de
tríplex hasta armar una especie de collage. Cada foto iba acompañada
con el nombre del torero. Luego les poníamos un lazo con los colores de
la bandera de España y a buscar clientes. Lo cierto es que resulté un
día en el balcón (la localidad más alta y más económica de Manizales).
Era mi primera tarde de toros. Aunque después me las arreglé para no
pagar.
¿Y en la Santamaría de Bogotá?
Encontramos la forma. Un amigo nuestro,
Juanito Márquez, era el encargado de ayudar a los toreros españoles más
importantes que por esa época venían a Bogotá (Palomo Linares, Paquirri,
Ángel Teruel, Dámaso González). Y una de sus tareas era limpiar sus
capotes y muletas. Nosotros le pedíamos a Juanito que nos dejara
colaborarle y a cambio buscara la posibilidad de que pudiéramos entrar a
la plaza. Así nos ganamos varias veces ese derecho.
Solo faltaba tener cerca un vestido de torear y… ¿un toro?
Bueno, tanto como un toro no, pero sí algo
parecido. Todo vino muy pegado. Primero, mi papá me llevó a ver cómo se
vestía para el día de su alternativa Alberto Ruiz, el Bogotano, un
hombre luego fundamental para mi carrera. Mientras el viejo hacía las
fotos, a mí me parecía más que fascinante todo eso. Además, era, si no
me traiciona la memoria, el Hotel Tequendama, un lugar al que yo no
tenía acceso. Ese rito me conmovió.
¿Y el toro, o mejor, la becerra, por donde comienzan casi todos los toreros?
Antes hubo un momento que me marcó muchísimo y
con el que aprendí que esto no iba a ser fácil. Mi papá me llevó a la
plaza el día en que se presentaba un niño torero. Cuando él se disponía a
lidiar el novillo que le correspondía, un hombre saltó al ruedo con el
claro propósito de impedir que el chico pudiera hacer su faena. Luego
apareció otro. Y enseguida comenzaron a brotar de todos lados. Yo no
entendía qué estaba pasando, lo cierto es que el niño estaba
desconcertado y se puso como mareado. Yo eché a llorar. Años después
compartimos en las arenas. Él era Juan Antonio Ruiz, Espartaco, y
quienes le impedían actuar eran toreros nacionales agremiados que
consideraban vulnerados sus derechos por la actuación de ese, entonces,
novillero español.
Un día le preguntaron al “Loco”
Arroyave, célebre cazatalentos del fútbol nacional, qué cómo había hecho
para descubrir a Willington Ortiz. El Loco dijo: “Tenga la certeza de
que no fue en el Nilo y en una cunita”. ¿Cómo es que Paco Camino, una
figura de todos los tiempos, olfatea que detrás de ese niño, en
apariencia frágil, que es usted, se esconde el hombre que será decisivo
para la actividad en la última década del siglo pasado y la primera del
actual?
Pues ahí hubo una serie de casualidades a las
que uno les puede llamar, en conjunto, fortuna. Constantino Sánchez, que
se hizo conocido por comercializar una cosa que se llamaba la Cruz
Magnética, me llevó, junto con mi papá, a una finca donde se haría un
tentadero, la de don Fernando Reyes. Yo alisté una espada de madera,
coronada con una cinta roja. Sabía que no tendría mayor oportunidad. Y
así lo comprobé cuando vi cantidad de muchachos (maletillas se les
llama) que buscaban una oportunidad allí. De pronto, cuando todos
esperaban ser el elegido por el maestro, él me miró y dijo: “Que pase el
niño”. Y yo pasé, hice lo que se me ocurrió (no tenía ninguna
experiencia) y al otro día los comentarios en la prensa me abrieron la
primera puerta, prensa que siempre me acompañó, como es el caso de don
Hernando Santos y del doctor Piquerito [Manuel Piquero, Picas, crítico
taurino español que se radicó en Colombia y colaboró, entre otros, para
El Tiempo].
Bueno, ese fue un bautizo. Hay otro en
su vida. Con el que le dan una “bienvenida” muy particular en España,
cuando usted emigra allá, muy jovencito…
Fue por allá en el 81. Estaba recién
desempacado. No tenía ni idea qué estaba pasando allí, ni más ni menos
que la transición de la dictadura a la democracia. Yo le escribía a mi
madre con frecuencia y ese día del lugar en el que me alojaba, Picos de
Europa se llamaba, salí a ponerle una carta a mi mamá. De pronto, en la
Plaza de Callao vi que mucha gente se echaba a correr. Yo creí que como
no era conmigo podía seguir andando, hasta que sentí que algo me partía
la boca. Un policía decidió probar su bastón de goma contra mi
dentadura. Me metí en un portal, la entrada de un edificio, y solo me di
cuenta de la fuerza del impacto cuando vi la cantidad de sangre que
estaba brotando de la herida. Volví al hostal, donde doña Liria, la
señora del dueño me consolaba y me preguntaba una y otra vez, “hijo,
¿pero dónde te has metido?”, cuando eran ellos los que se habían metido
conmigo. Los Lozano, una familia muy influyente y tradicional en el tema
taurino y quienes luego me apoderaron, me llamaron y me dijeron:
“hombre, bienvenido a España”.
Pero de todas maneras lo suyo era un privilegio. Hablamos de eso, de estar ya a los quince años de edad en España. ¿Cómo hizo?
La plata me la dio Pedro Domingo, torero y
socio de los Lozano. Me prestó una plata. Unos diez millones de pesos.
Duré muchos años pagándole. Valga decir, esa relación no terminó bien.
Él era un hombre duro y complicado. Nunca más lo volví a ver. Escribió
un libro en contra mía. No lo leí. Igual, no puedo negar que fue gracias
a él y a su apoyo económico que pude dar esos primeros pasos en España.
Pasos en los que aprendí a soportar la soledad y la distancia. Era
terrible. Y a eso súmele el rigor del clima. El primer invierno fue
insoportable, no estaba preparado para eso.
En el 82 viene esa durísima prueba de fuego, las trágicas muertes de su madre, María Teresa, y de su hermana Sonia.
Esa película se devuelve con alguna
frecuencia. Es agosto de ese año. Hace calor y yo acabo de torear en un
lugar que se llama Miraflores de la Sierra, un pueblito cerca de Madrid.
Llego al hostal y ahí está doña Liria. Tiene una expresión rara en su
rostro. Dice que mi papá ha llamado varias veces. Eso ya es una mala
señal. En esos tiempos nadie llamaba tanto si no había algo urgente de
por medio. Me pide que no me ausente y, de pronto, se derrumba, se ataca
a llorar, pero no me dice nada. Sale y me deja solo en la habitación.
Yo empiezo a preguntarme qué está pasando. Casi al momento suena el
teléfono, corro a coger la llamada en el salón, es mi papá. Con la voz
entrecortada me cuenta: “en un accidente casero han muerto tu madre y tu
hermana Sonia…”.
Accidentes a los que siempre llamamos absurdos, pero no son sino eso, absurdos…
Siempre me imagino la situación buscando
respuestas a lo que no las tiene. Por ejemplo, mi hermana Martha escapa
del fuego porque huye en la dirección contraria a la que tomó mi madre.
Ella, mi madre, intenta salvar a mi hermana Sonia, que estaba en la
ducha. Al final, las dos quedan encerradas en el baño y ahí murieron.
Era un espacio muy estrecho. Era un cuarto más o menos grande y ahí
estaba todo: las camas, la cocina, el laboratorio de fotografía de mi
papá (en realidad, un espacio separado por cartones que garantizaban la
oscuridad para el revelado). Todo indica que mi madre puso la veladora
con que solía alumbrar a los santos para invocar su protección para ese
aprendiz de torero que era yo. La veladora cayó y vino la tragedia en la
mañana de ese día de agosto
Tres meses largos después, el 8 de
diciembre de 1982, cuando usted recibe la alternativa en Bogotá, hay un
momento en que la plaza parece silenciar sus aplausos. Es cuando mira al
cielo, levanta ese sombrero que usan ustedes, la montera la llaman, y
recuerda a María Teresa y a Sonia…
Sí, antes había ido hasta las tablas en donde
se encontraba papá, para darle las gracias. Fue un abrazo como ningún
otro. Lo abrazaba a él, pero a la vez a toda mi familia: a mi mamá y a
Sonia, que me estaban acompañando más que nunca. Y a Martha y a Rocío, y
a Luis Carlos. Este era un sueño de todos, pero no era todo el sueño,
había mucho por hacer.
Usted va a España, pero tiene que
volver a Colombia a terminar de edificar su carrera como torero, en un
país revuelto en esa década de los ochenta…
Sí, eso también lo viví de primera mano. ¿Sabe
que estuve en la plaza de Soacha la noche en que asesinaron al doctor
Luis Carlos Galán Sarmiento? Recuerdo los disparos, la oscuridad, los
gritos, el miedo y el sacrificio de un hombre que nos despertaba tanta
admiración y esperanza. Fui con unos amigos desde Sibaté, donde yo había
comprado una tierra. Tiempos muy muy difíciles. En una ocasión lo viví
en carne propia. Iba con otros toreros por los lados de Pacho,
Cundinamarca, a visitar una ganadería de don José del Carmen Cabrera, en
nuestros carros particulares modestos (unas Renault 12) y nos cruzamos
con unas camionetas todoterreno. Al momento vimos cómo se nos pusieron a
la rueda y nos obligaron a detenernos y a bajar de los carros. Nos
encañonaron, primero, y, después, nos pusieron contra el piso. No creían
nada de lo que les decíamos. Cuando uno de ellos tenía el cañón de su
metralleta en mi sien y parecía dispuesto a lo peor, el otro le dijo:
“ese es Rincón, el torero, vámonos”.
¿Cuáles son los tres momentos que más lo marcaron en ese largo cuarto de siglo en que se jugó la vida ante los toros?
Uno, desde luego, el día de mi alternativa.
Estaba muy joven, pero daba un paso con mucha fuerza para iniciar en
firme mi carrera. Dos, ese 21 de mayo de 1991 cuando salí por primera
vez por la puerta grande de Las Ventas. Es un momento imborrable para
todos los toreros que han conseguido ese mérito, pero lo que sentí no se
parece a nada. Y un tercero lo dividiría en dos tardes. Una, la última
tarde que toreé en Barcelona y que, para gente que sabe de esto, anduve
mejor que nunca. Y luego, el adiós en Bogotá, ante mi gente, en mi
plaza, en la Santamaría de todos…
Madrid, fue fundamental en su vida, usted la hizo su casa...
Sin ella no sé dónde estaría. Cuando hablo de
Madrid siempre bajo la cabeza. Con todos mis respetos para los toreros
españoles, Madrid también es mía. A muchos toreros les cambió la vida,
pero a César Rincón sí que se la cambió totalmente.
¿A qué le supo el adiós?
Todas las despedidas producen nostalgia.
Recuerdo cuando partí de Colombia, me despedí de mi mamá en medio de una
tristeza muy grande y jamás volví a verla. Hay nostalgia cuando uno
termina de leer un libro que deja huella, dan ganas de volver a
repasarlo. Creo que ese libro de César Rincón es rico volver a
repasarlo.
¿Y los tres momentos más difíciles...?
Las muertes de mi mamá y de mi hermana.
Además, la cornada de Palmira, que fue muy grave y que me puso en ese
túnel. La otra, la hepatitis C ya que realmente nunca pensé que después
de superar la enfermedad pudiese volver a torear…
Ahora usted, César Rincón, está en el
centro de un debate nacional: toros sí, toros no. Veamos, primero fueron
Barcelona y Cataluña; luego Quito; después, San Sebastián, en el País
Vasco; ahora, Bogotá. ¿Cómo interpreta ese crecimiento del mapa del
antitaurinismo?
Todo eso es más una situación política que una
prohibición. Es una copia calcada de lo que pasó en Barcelona. Algunos
sectores en Cataluña han querido deslindarse de todo lo que es España y
entonces han pretendido acabar con su relación con el toro de lidia. Lo
de Quito, San Sebastián y Bogotá va en el mismo sentido.
¿Qué cree que es ser taurino en el mundo de hoy?
No está bien visto. Los antitaurinos han
decidido que ellos tienen toda la razón. En consecuencia, nosotros no la
tenemos. Ser antitaurino es una moda impuesta. Somos una minoría, está
bien, pero ¿y la libertad?, ¿y el libre desarrollo de la personalidad?
Además, yo entiendo que uno no tiene por qué gustar de lo que otros
gustan. Eso sí, si soy un líder de opinión en un medio de comunicación,
no puedo abusar de ello y acabar con quien como yo, por ejemplo, hizo de
la tauromaquia una forma de vida y siempre a la luz de la ley.
¿Tan duro ha sido el palo que le han dado?
Cuando me fui, hubo quien dijo que por fin se
retiraba el peor asesino de Colombia. Y otros hicieron documentales a
los que les faltó equilibrio y les sobró odio. Sabemos que estamos en
las antípodas, pero por lo menos deberíamos movernos en términos de
respeto. Ellos no quieren ver en la fiesta más que la muerte del toro,
olvidando el rito, la herencia, la tradición. El arte, ese que tanto
ponen en entredicho, pero que si uno revisa la historia lo encuentra,
constatado, además.
A eso que usted denomina arte, otros lo llaman tortura…
El toro no es torturado, ni es abatido. El
toro es combativo por naturaleza, desde que nace hasta que muere. Lo que
pasa es que cuando no se conoce por dentro una ganadería de lidia, eso
resulta difícil de entender.
De chicos, los toros juegan a medir sus
fuerzas, a golpearse. Luego, más grandes, lo hacen en su lucha por el
territorio, como al igual las vacas lo hacen por la comida. Nadie los
incita a nada. Atacan por instinto. Y ligado a esa bravura tienen un
alto umbral del dolor, como sucede con algunos humanos. He visto cómo
toros heridos en las mismas fincas, cuando pelean entre ellos, pelean
hasta la muerte. Uno intenta separarlos, pero hay momentos en que no se
puede hacer nada. Eso sí, creo que a nosotros los ganaderos nos ha
costado hacer esa pedagogía del toro de lidia. Somos ganaderos y toreros
porque hay toro de lidia, no existiríamos si no existiera el toro de
lidia.
¿En qué cree que están equivocados los antitaurinos?
En que ellos ven a todos los animales en una
misma línea. Primero, los humanizan. Al humanizarlos acaban con esa gran
diferencia que hay entre lo racional y lo irracional. Aparte, creen que
todos los animales son de compañía y evidentemente no es así. Hay
depredadores, hay de caza, etcétera. El hombre cría los animales para su
propio beneficio. ¿Cuántos animales son sacrificados a diario para
diversos fines? El toro de lidia es el único que se puede ganar el
derecho a continuar con vida. Aquí lo que hay es una gran hipocresía y
doble moral. Los animalistas, por el derecho de proteger a un individuo,
están dispuestos a acabar con una raza, la del toro de lidia.
¿Estaría dispuesto a proponer o respaldar reformas que eviten el sufrimiento del toro en el ruedo?
Lo primera que piden es que el toro no muera
en el ruedo. “Háganlo como en Portugal”, piden algunos. Eso también es
hipocresía. Allá el toro es sacrificado en los corrales, en la
oscuridad. Yo creo que podríamos revisar el tema del castigo con la
vara, los picadores se exceden muchas veces. Y sobre la opción de
reducir el número de intentos de entrar a matar, lo que uno pediría es
que los toreros sean conscientes de que si lo hacen bien evitarán tantos
reparos.
¿Qué opina del alcalde Gustavo Petro?
No lo conozco. Hablo sí de lo que me
concierne. Creo que resulta muy fácil ganar votos a punta de populismo.
Él habla de que con la tauromaquia solo se divierten los ricos. Como
dirigente debería al menos empaparse de cuál es el ejercicio que quiere
censurar. A la fiesta brava la sigue la gente humilde, ahí está para la
muestra la voluntad de esos muchachos que han hecho la huelga de hambre y
que son agredidos por extremistas sin que se les garanticen sus
derechos. El alcalde no puede olvidar que la Plaza de Santamaría también
nos pertenece. Fue construida como escenario taurino, así lo avala la
Corte. Claro que puede ser escenario de más espectáculos, pero ¿por qué
no el taurino?
¿Y entonces la Bogotá Humana?
Pues no sé qué tan humana puede ser ver cada
día más gente empujando en las noches por las grandes avenidas carros de
tracción en los que llevan cargas pesadas de las que sale la
subsistencia de sus familias. Medidas como esa son las que nos ponen a
preguntar qué tan humano hay en todo esto.
Hace unos días, Felipe Negret,
presidente de la Corporación Taurina de Bogotá, dijo, en plan de
aficionado, que usted debería estar en la terna de reapertura de la
Santamaría.
Se lo agradezco. Es un planteamiento a muy
largo plazo, casi una utopía. Para una decisión como esa se necesitaría
una motivación.
¿Cuál motivación es mayor que esta?
Digamos que no lo descarto.
¿Le gustaría solo, en una terna, o en mano a mano?
Mano a mano.
¿Con quién?
Con una gran figura del toreo…
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