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jueves, 27 de agosto de 2015

Manolete, antes de morir: «Qué disgusto se va a llevar mi madre»

La carroza fúnebre se adelantó al coche de cuadrillas el verano del 47. Aquella madrugada del 29 de agosto se alarga a través de los tiempos como un retrato agudo de Hopper o como el Greco hecho torero. Manolete era el personaje de rostro pálido, de vestido inmortal y rosa, que se ceñía la muerte a la cintura. La parca le esperó a deshora para coronarle héroe por los siglos de los siglos.

La España de la posguerra, el hambre y la represión perdió aquel verano de 1947 al símbolo de una época. Una pena negra como la piel de «Islero» se apoderó de la piel ibérica. A las cinco, pero no de la lorquiana tarde, una nota de clarín rompió con desgarro el aire: Manuel Rodríguez había fallecido.
Como esculpió Agustín de Foxá, estaba el miura «sin siglo, eterno; con sus duros cuernos» y su muerte española preparada. Aquellas dagas astigordas y macabras han dado pie a páginas y páginas cargadas de historias. La cabeza del toro de Zahariche fue descuartizada antes de que Manolete pronunciase su últimas palabras: «Qué disgusto se va a llevar mi madre».

Su amor: Lupe Sino

Doña Angustias, que viajó en el automóvil de Chopera, no puedo despedirse de su hijo. Más cerca se encontraba la otra mujer de su vida, Lupe Sino, pero cuentan que no la dejaron despedirse en el lecho del drama por temor a un matrimonio «in articulo mortis».

Manolete había tomado la alternativa en Sevilla el 2 de julio de 1939. Cuatro meses después, el 12 de octubre, ratificó el doctorado en Las Ventas. Precisamente en Madrid inmortalizó una faena para la historia al toro «Ratón», en la Corrida de la Prensa de 1944. Su majestuosa personalidad siempre estuvo presente, como esa manera de andarle a los toros. Una cornada de espejo -compartida con su rival Pepe Luis Vázquez, con el que más paseíllos compartió- dibujó «una especie de callo en mi fisonomía de adolescente enfermizo, una mueca amarga en la comisura de mis labios que me da seguridad», en palabras reflejadas en «Mañana toreo en Linares», de François Zumbiehl, uno de los muchos escritores que se han lanzado al ruedo de la literatura manoletista con un magistral relato.
Entre otros , Giraldillo se vanagloriaba de haber visto a Manolete: «Yo he visto a Manolete -escribió-. En Madrid, Manolete no miraba al toro. Con vaga sonrisa -hasta donde él puede sonreír-, miraba a los tendidos que crujían estremecidos por la emoción inenarrable. Tenía dominado al Destino. Era la epopeya que no quiere palabras. El toro le seguía dócil. El torero sonreía al Destino. Al Epos de los Destinos -¡qué caramba, ilustre D. Eugenio, gran aficionado! Al destino heroico del Séneca más senequista de todos los sénecas que se hayan enfrentado con todo el terrible Destino sin salida de los ruedos. ¡Menuda epopeya! Nada más que eso».

«Lloré más su muerte que la de mi padre»

Canito, el fotógrafo que inmortalizó su muerte, confesó en una entrevista a Andrés Amorós: «He llorado más la muerte de Manolete que la de mi padre. ¡Pobre Manolo! Me decía Luis Miguel (Dominguín): "Tú has sido torero. ¿Te imaginas lo que es hacer el paseíllo, mirar hacia un lado y ver a Manolete; al otro lado, y ver a Cagancho. ¿Qué harías tú?" Y yo le contestaba: "Me hubiera dado un síncope..."»

La sombra del Monstruo, el IV Califa del Toreo, es alargada. Asombraban su verticalidad de ciprés y su regularidad en todas las plazas. Evolucionó el toreo de Belmonte con este «Pasmo» cordobés que enseñoreó la ligazón. Una figura irrepetible, con el aura de misticismo que solo envuelve a los grandes. Y Manolete, inmortal y rosa, es mayúscula leyenda.

Cómo sería su toreo que cuando confirmó en México, de manos de Silverio Pérez, el Faraón de Texcoco espetó: «Si hoy toreo con ese que se arrima tanto y quiero estar por encima, es un buen momento para hacer testamento».

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