El sevillano corta dos orejas tras una faena de ensueño a un buen cuvillo, El Juli sufre una cornada de 15 centímetros en el glúteo y Roca Rey logra un trofeo
Morante de la Puebla, en un sentido derechazo
ANDRÉS AMORÓSSevilla
Otra tarde para la historia, en el coso del Baratillo. En el último de los ocho toros que mata en esta Feria, Morante de la Puebla cuaja una faena de ensueño (lo de menos es que corta dos orejas). El Juli paga con sangre su casta y su ambición. Roca Rey asombra por su valor (una oreja).
Por una vez no se ha cumplido lo de la decepción que sigue a la expectación. Hace días se había puesto el cartel de “No hay billetes” y el ambiente era extraordinario. ¿Un acontecimiento social? ¡Ojalá los toros vuelvan a ponerse de moda! Además de eso, hemos vivido un espectáculo único, en sus distintas facetas: belleza, valor, riesgo, competencia... Para mí, solo ha faltado que los toros de Cuvillo, astifinos, de buen juego, tengan más fuerza. (Eso, hoy en día, parece pedir peras al olmo).
Había apostado muy fuerte Morante en esta Feria de su regreso, toreando cuatro tardes (una más, en San Miguel). Ni uno solo de los seis toros anteriores le habían dado posibilidades. Quema su último cartucho. Sale muy decidido, en el primero, dibujando verónicas desiguales (alguna, muy buena). Los derechazos no salen limpios porque el toro puntea; saboreamos dos naturales lentísimos pero el toro se apaga y todo se queda en chispazos de arte, sin llegar a la hoguera. Pero quedaba el cuarto, “Dudosito”. Se empeña el diestro en el capote: una chicuelina, lances a pies juntos, media. Lo alivia en los capotazos por alto. En el quite, recurre a las chicuelinas. El comienzo de faena es tan sorprendente y arriesgado que la gente – creo yo – no se entera: el pase cambiado, en tablas, a muleta plegada, que ha sido causa de tantas cornadas. El toro, muy justo de fuerza, saca gran nobleza y permite que Morante despliegue toda su estética: naturales y derechazos a cámara lentísima, que ponen de pie a la gente, enloquecida. También despliega su fantasía: cuando el toro pisa la muleta, la recoge del suelo y, a dos manos, improvisa un molinete que parece de la Edad de Oro del toreo.
Los naturales de frente son maravillosos y la forma de irse del toro, una delicia. El público ruge, no se cree lo que está viendo. Entrando con decisión, logra una buena estocada y sale pegando naturales; todavía aleja a los peones y acompaña al toro, en su agonía, como le gustaba hacer a Antonio Ordóñez. Las dos orejas son indiscutibles y la gente se felicita por haber podido ver esta faena.
Todos conocemos la casta del Juli, su orgullo profesional. En el segundo, que flojea, hace Roca Rey el primero de sus barrocos quites (no perdonará ni uno, en toda la tarde) y replica por chicuelinas. Brinda por televisión en recuerdo del ganadero Manuel Coimbra. La faena es técnica y valiente pero no remonta del todo. Mata con un salto exagerado y la espada queda mal. El quinto toro es muy flojo y parado. Después de la faena de Morante, resulta muy difícil conectar con el público, con otro estilo. Julián se empeña, a base de ambición y oficio: se “monta” encima del toro hasta que es revolcado dramáticamente. Por la sangre y la cojera, se nota que va herido. Mata a la tercera y pasa a la enfermería: sufre una cornada en el glúteo derecho, de pronóstico grave pero ha sellado su reconciliación con Sevilla.
El joven Roca Rey no se queda atrás en ningún momento. En sus dos faenas, muestra un valor tremendo, pero consciente, sabiendo muy bien lo que hace, y una capacidad fuera de lo común. En el tercero, alterna el clasicismo (suaves derechazos) con un valor casi tremendista, al aguantar los parones, y una variedad, al improvisar, que sorprende. Y, todo eso, sin sudar ni despeinarse. Al encuentro, la espada queda baja: oreja. En el último, que no ayuda nada, enlaza los cambiados con arrucinas, se saca al toro por donde quiere. La espada le impide cortar otra oreja pero deja una impresión inmejorable.
Al salir, veo venir, por la calle Iris, a un grupo de jóvenes que lleva en hombros a Morante, por las calles del Arenal, hasta el hotel, en Castelar: una estampa tan insólita como ha sido la faena. Por fin, Morante ha llegado al cielo; ese cielo tan azul, querido Antonio Burgos: el de “la Pura y Limpia” del Postigo, el de Murillo y Velázquez, el que rayan apenas los vencejos, a la caída de la tarde. El cielo de Sevilla.
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