José Tomás, durante la corrida de la Feria de Jerez. EFE / ROMÁN RÍOS
Que no; que no se va a discutir a estas alturas la calidad de José Tomás. Estaría bueno… Un día ya lejano se convirtió en torero de leyenda, y ahí seguirá por los siglos en el olimpo de los elegidos. Su valor, su revolucionario clasicismo y, por encima de todo, su extraordinaria personalidad, bien adobado todo ello con un halo de misterio próximo al misticismo morboso, le han conferido el título de torero único que mueve multitudes, y la historia le reconoce hace tiempo, y con todo merecimiento, como uno de los grandes.
José Tomás ha tenido condiciones para ser rey de la tauromaquia y así, con todos los honores, se le entronizó en 2008, cuando cortó siete orejas en dos tardes en Las Ventas y dejó al mundo boquiabierto con un derroche de genialidad para la que nadie está preparado. Pero en ese mismo acto abdicó de su grandeza, se escondió, desapareció, y un pitón certero le recordó su condición humana en 2010, en Aguascalientes, cuando un flujo de sangre mexicana lo devolvió a una vida que se le escapaba a borbotones. Así, la leyenda de la que él mismo había abdicado se le estampó en la cara. Y, desde entonces, es un prestigioso emérito que ofrece destellos de sus conocimientos allá por donde el antojo lo lleva. Lo de Jerez, por ejemplo, es capricho de un genio que necesita sentir el calor de los aplausos y comprobar que mantiene intacta su capacidad para vender 8.000 abonos en 24 horas, toda una gesta, sin duda. Pero lo de Jerez no deja de ser una pachanguita para divertirse y hacer caja, porque él sabe mejor que nadie que el toreo de verdad se dirime en Madrid, en Sevilla, en Bilbao…
Dicen las crónicas que su paseo gaditano fue sobrenatural, y afortunados los que pudieron disfrutarlo, pero el toreo es una cosa mucho más seria. En esta época de aburrida uniformidad es políticamente correcta la incorrección de Tomás, pero su ficticia entronización no deja de ser un insulto para quienes cada tarde se juegan la vida en las plazas de verdadera responsabilidad.
José Tomás será mejor que todos ellos, pero no más torero. José Tomás seguirá protagonizando largas colas allá donde su capricho acomodado le lleve, pero la historia, la misma que lo convirtió en leyenda, le pedirá cuentas de una abdicación que le ha impedido liderar la revolución a la que estaba llamado y que la fiesta necesitaba como aquella sangre mexicana que a él le devolvió la vida.
Está bien que el “no hay billetes” se rompa las palmas de las manos cuando lo ve aparecer cual fantasma en la puerta de cuadrillas de una plaza de segunda —ayer, Jerez; el 24 de junio, en Alicante, quizá Huelva en agosto…—, pero alguien debería recordarle su pecado de omisión por rehuir su destino. No ha nacido un genio para esto; no para que se esconda del mundo y aparezca cuando le viene en gana para jugar al toro y decir a todos que su gracia la derrama a cuentagotas en lugares inadecuados.
Puede que José Tomas fuera el rey, pero, desde hace tiempo, es un prejubilado de lujo. Puede que el trono esté vacante y que siga así durante mucho tiempo, pero ello no le confiere el poder de colocarse una corona a la que, por propia voluntad, renunció hace tiempo.
Querámoslo o no, el toreo no se dirime en Jerez. Hasta allí se desplaza un rey abdicado, sin responsabilidades, mientras otros cargan con el pesado fardo de una dura temporada en tiempos convulsos.
En estos, en quienes se juegan la vida de verdad, radica la verdadera grandeza del toreo; lo demás son chispazos de un genio que busca el calor de los tendidos abarrotados para su reafirmación personal.
Por eso, y nada más y nada menos que por eso, José Tomás es un rey dimitido que sale de paseo, y sin compromiso, para darse un gustazo y demostrar que quien tuvo retuvo. Pero hasta ahí.
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