El maestro de Chiva indulta al cuarto toro, de Cuvillo, y corta un total de ocho orejas y dos rabos
Enrique Ponce se vistió de esmoquin tras indultar al cuarto toro
ANDRÉS AMORÓSIstres
En su dorada madurez, Enrique Ponce acepta el reto de anunciarse por sexta vez con seis toros (lo había hecho ya en Valencia y Madrid, incluso con seis victorinos) y culmina una tarde histórica, la más importante de su vida. Esta vez lo ha hecho en Istres, una localidad francesa que ha apostado con éxito por ofrecer espectáculos taurinos de gran calidad. Ahí están los datos: un toro indultado; a otro, se le da la vuelta al ruedo; corta trofeos Ponce en todos los toros y un rabo, además del simbólico, en el de la vuelta al ruedo. Pero mucho más allá de los numérico están las sensaciones vividas: un torero en plenitud, que, sorprendentemente, no vive la habitual decadencia pasados los años, sino que está toreando mejor que nunca. Cualquiera que lo haya visto, sin prejuicios, esta tarde, habrá admirado su facilidad, su elegancia, su capacidad lidiadora, su estética. Y, si tiene un mínimo de sensibilidad, se habrá emocionado profundamente.
Lo que ha hecho Ponce esta tarde no está al alcance de ningún otro torero actual. Si me remonto en los recuerdos, puedo compararlo a los seis toros de Antonio Bienvenida y Paco Camino, en Madrid; de José María Manzanares, en Ronda... Y no estoy exagerando en absoluto.
En Istres, se programan acontecimientos singulares. Para festejar el quince aniversario de la plaza del Palio se anunciaba esta como «una corrida de gala: solo contra seis» y, en el cartel, figuraba Ponce, de esmoquin, capote en mano; al fondo, los seis toros y las notas musicales que iban a subrayar el acontecimiento. Por eso, después de cortar un rabo al tercero y de indultar al cuarto, Ponce ha salido a matar a los dos últimos vestido de esmoquin, haciendo realidad lo que prometía el cartel. El público francés lo ha vivido como un dato más del singular acontecimiento, junto con la música. Otros son muy libres de opinar que esto no les gusta, pero tenía sentido en este ambiente de excepcionalidad. Y, sobre todo, después de haber dado ya cuatro lecciones magistrales de toreo.
Los toros de Juan Pedro y Núñez del Cuvillo, muy bien elegidos, han dado buen juego, en general. Las cuadrillas han funcionado con impecable precisión. La emoción no ha decaído un momento. No tengo espacio para detallar las seis faenas.
Al primero, noble, lo ha cuajado plenamente con la música de «La Misión». ¿Cómo puede hacerlo tan fácil? Me responde un profesional: «Cuando has matado casi cinco mil toros, es más fácil». La espada, desprendida, deja el premio en una oreja. El segundo es manso y agresivo; tragando mucho, Ponce lo domina por completo, provoca la locura del público (al son de «A degüello», de «Río Bravo»). Por pinchar, se queda en una oreja.
En el tercero, «Navegante», de Juan Pedro, al compás de «1492», dibuja naturales al ralentí, el cartucho de pescao, todo lo que quiere; pide a la música que siga mientras mata impecablemente en la suerte de recibir: el rabo y la vuelta al toro. El cuarto, «Esparraguero», de Cuvillo, sale algo brusco pero por bajo lo somete, al compás de la marcha procesional «Caridad del Guadalquivir»; a partir de ahí, enlaza poncinas con roblesinas y todo el repertorio: gritos de «¡torero!» y concesión del indulto.
Ya de esmoquin, recibe con una larga de rodillas al quinto, que brinda a Antonio Chávarri; como flojea, por un mal puyazo, manda y a la vez lo mantiene, mientras suena «Águila Negra», de Bárbara: oreja. Al último, parece llevarlo amarrado por una guita, mientras suena el «Concierto de Aranjuez»: una oreja más.
Lo esencial no son los trofeos ni las músicas ni el esmoquin –no nos quedemos en eso, aunque haya formado parte del gran espectáculo–, sino un torero de una capacidad extraordinaria. Cambiando a Bergamín, hemos escuchado la música cantada –no, callada– del gran toreo.
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