En época un poco iconoclasta
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A veces quienes nos decimos aficionados olvidamos que no somos más que 
un eslabón que se remonta en los siglos y que, con toda legitimidad, 
aspira a que se prolongue ininterrumpidamente al menos otros tantos. A 
final, la Fiesta no es más que el resultado de la concatenación de 
muchos episodios, grandes y pequeños, que conforman la historia en su 
amplia y compleja extensión. Nuestros mayores tuvieron la prudencia de 
enseñar que hasta de  lo más nimio que ocurre en un ruedo puede 
aprenderse, y mucho. Ningún elemento, por marginal que pueda parecer, 
debe considerarse superfluo cuando hablamos de toros. Por eso, la 
historia se conforma mucho más allá de los dimes y diretes que nos 
contamos los unos a los otros; la integran realidades que da fe de 
cuánto supone transmutar el riesgo en arte. 
Antonio Petit Caro 
No
 valen, desde luego, esos clichés prefabricados que, a través de 
simplificaciones –perdón por ser redundante-- simplistas, tratan de 
reducirlo todo a unos pocos conceptos, que al final suelen quedan en 
lugares comunes, tan faltos de sentido como de realidad.  Y cuando tal 
se escribe, me estoy refiriendo, por ejemplo, a las vaguedades que en 
ocasiones oímos a gentes que se dicen entendidas, pero que todo lo dejan
 en añorar un pasado que muy probablemente no vieron y que nunca fue tan
 clamorosamente glorioso como afirman, o a pronosticar un futuro tan 
plagado de nubarrones que parecen augurar la proximidad de alguna suerte
 de "gota fría" sobre los ruedos.
Si
 se repasan con el respeto necesario  los Anales taurinos, tengo para mí
 que la gran lección que se puede extraer radica, ante  todo, en 
comprobar cómo la Fiesta ha tenido desde sus orígenes un profundo 
sentido dinámico y armónico, gracias al cual ha sido posible el milagro 
de preservar en el tiempo aquello que es propiamente esencial, sin que 
en este empeño influyera la probada capacidad de todo lo taurino para 
adaptarse a las circunstancias y condiciones cambiantes de los siglos.
Dejando
 a un lado otras consideraciones más o menos antropológicas, que ahora 
cabría hilvanar pero que mejor es omitir, esta creatividad dinámica que 
se contiene en el hecho taurino nace de un concepto que podríamos 
calificar de radical. Y es que la Fiesta de toros hunde sus verdaderas 
raíces en el hombre, más en concreto: en sus capacidades creativas, sea 
ocasionalmente torero, sea  criador de las reses bravas, o tenga 
cualquiera de los mil cometidos que se ven en todo este enmarañado 
complejo de tauropartícipes, incluidos quienes, sencillamente, nos 
sentamos en el tendido.
Sin
 un hombre que sepa conjuntar el sentido épico de cuanto ocurre en un 
ruedo y esa otra capacidad de intuirse un creador de arte, probablemente
 nunca habría existido la Fiesta de los toros. Ni cuando 
rudimentariamente era un juego de lanzas y caballeros, ni cuando como 
hoy un toro permite un sinnúmero de suertes, incluso si están mal 
planteadas y peor resueltas. Pero sin capacidad creativa, sin ese cierto
 criterio de construir una obra renovada cada tarde, la Fiesta no habría
 pasado de ser, para quienes la miramos desde el presente, uno de esos 
muchos anacronismos que estudiamos en la Historia.
De
 este concepto que liga tan estrechamente lo taurino con el hombre, toma
 su fundamento la razón última que explica el por qué de la Fiesta. Y 
tengo conciencia clara de lo que significa cuanto sugiero que se 
comparta este  pensamiento. Precisamente por eso bueno resulta  insistir
 en muchass ocasiones en el sentimiento de respeto por cuanto vemos en 
un ruedo, ya sea en el triunfo, ya en el accidente de una tarde aciaga 
o, lo que es peor, en el traspié profundo de lo anodino.
Como bien se conoce lo
 que supuso la revolución que trajo el Pasmo de Triana, sin otros 
preámbulos viene a cuento recordar una anécdota que me llamó la 
atención, y además grandemente. Ocurrió en cierta ocasión en la que le 
convencieron para que, ante el público y en la plaza de Jerez, toreara 
una becerra en un improvisado tentadero organizado para unos visitantes 
ilustres. Aquel día a Belmonte, ya en el tramo final de su vida, no le 
preocupaba si podría producirse un percance, incluso estoy por afirmar 
que tampoco le quitaba el sueño si iba a  estar mejor o peor con la 
muleta; su preocupación primera se centraba en lo ridículo que supondría
 que una becerra pudiera trastocar en un momento toda la torería que 
correspondía a su historia. “No hay nada más grotesco  -vinieron a ser sus palabras- que caerse ante una erala, a la vista del público, con sesenta años y llamándote Juan Belmonte”.  
Como
 en este hombre tales sentimientos se alejaban kilómetros de cualquier 
creencia egocéntrica, así sólo puede pensar quien tiene un concepto 
completo de la Fiesta, en el que se entremezclan en riguroso pie de 
igualdad todos aquellos elementos que más directamente dicen del toreo, 
con esos otros que nacen de saberse, sin aspavientos ni extravagancias, 
parte de una Historia que por encima de todo, incluso de uno mismo, hay 
que preservar. La becerra de turno no habría revolcado a una figura 
señera, irrepetible; habría dejado en entredicho a la Historia misma del
 toreo. Esa era su verdadera obsesión de aquel día.
Estos
 sentimientos belmontinos, reflejan con nitidez el sentimiento que trato
 de explicar cuando recuerdo con reiteración que a una plaza siempre hay
 que acercarse con respeto, con el respeto debido a unos hombres que, 
sean conscientes o no de ello, tienen como objetivo último transmutar el
 riesgo en arte, hacer que algo fugazmente perecedero se convierta  en 
un eslabón más de una historia inacabable, de la que forman parte y a la
 que deben garantizar su prolongación en el tiempo.
Del
 sentido globalizador de lo taurino que encierran semejantes ideas, nace
 la razón más verdadera de la afición taurina, que de generación en 
generación ha llegado a nuestros días y que espero que, con el pasar de 
los años, también los que ahora son niños alcancen a transmitir a 
quienes  les sucedan.
Para
 servir de ayuda en tal empeño, aún en la dificultad de poder encerrar 
en unas pocas líneas lo que ha tardado siglos en protagonizarse en los 
ruedos, en pequeña medida, desde luego, pero a lo mejor estas 
consideraciones puedan tener alguna utilidad cuando el timón de nuestra 
afición común haya pasado a la siguiente generación, para que recuerden 
con cariño como un día, siendo todavía muy niños, se acercaron al  
misterio bellísimo que tiene su epicentro en una plaza de toros.

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