Frente a la monotonía y la ausencia de emoción
Visto lo que hasta ahora ha dado de sí la temporada, también mirando
hacia atrás a los últimos años, se hace evidente que lo que precisa la
Tauromaquia para su regeneración es que todas esas dosis de bravura y
nobleza que se le han añadido al toro de lidia, para encausar su fiereza
natural, resulten compatibles con el poder del animal, no que la
sustituyan. Hoy cuando la sociedad dice apostar por lo auténtico,
volvamos también a la condición natural de la raza, a su auténtico ser.
Así nos ahorraríamos el aburrimiento de tantas ocasiones, así
colocaríamos al arte del toreo en el pedestal que requiere. Ahí radica
la verdadera revolución pendiente, la que se necesita en esta época.
Antonio Petit Caro
A
lo mejor apuntándose a esa vía de no herir sensibilidades, hace ya
muchos años los taurinos inventaron su propio concepto. Eso de si “cumple los requisitos” lo tradujeron por “el toro que sirve”,
un término ambiguo que compromete a poco. Todo en esta vida sirve para
algo, hasta una alcayata vieja y mohosa puede sacarnos de un apuro.
Y
de eufemismo en eufemismo llegamos a la situación que impera hoy en
día, cuando a una gran proporción de la camada de bravo se le ha hurtado
uno de sus elementos fundamentales: el poder, bajo la creencia de que
el fin del ganadero es criar toros que admitan 60 muletazos, buenos o
malos da casi lo mismo. De hecho, lo que se ha conseguido, salvo unas
pocas excepciones, es que todos los toros acaben siendo iguales, en lo
bueno y en lo mano.
Sin
embargo, el toro sin poder, sin ese fondo de casta de la buena, no
puede emocionar, no permite revivir el riesgo que caracteriza de por sí
al arte del toreo. Y si todo eso lo restamos a la Tauromaquia, la vamos
despojando de uno de sus elementos fundamentales, hasta dejarla en
cueros vivos. De la monotonía del toro vigente saltamos a la propia
monotonía del espectáculo.
Por
eso, la gran revolución pendiente, esa que nadie sabe si alguna vez los
taurinos la dejarán nacer, por más necesaria que parezca, se basa
justamente en la vuelta a la integridad del toro de lidia, que es un
fenómeno que va mucho más allá de si las astas han sido o no
manipuladas; por el contrario, se trata de regresar a su condición
primigenia en todos los conceptos.
Los
avances incluso genéticos en la crianza de esta raza única han sido
muchos, y buenos, en los dos últimos siglos. Pero de tanto toquetear a
las leyes de Mendel, nos hemos pasado unos cuantos pueblos, tantos que
nos equivocamos a la hora de fijar cuál es la estación final de este
viaje.
Resulta evidente que
este arte, para ser grande en toda su dimensión, necesita de dos
elementos fundamentales: la emoción y el riesgo. Eliminados ambos nos
situamos en las vísperas de convertir a la Tauromaquia en un arte escénico, en el que todo es bello, pero nada ocurre de verdad, todo queda en una representación.
Nada
más comprensible que los deseos del torero por reducir los riesgos, que
en su caso los paga con las femorales. También quien se sube al andamio
preferirá hacerlo a la altura de un segundo piso que del 22, en un
edificio que tiene 25 plantas; pero sin llegar hasta arriba del todo no
se habrá construido el inmueble. Es lo que ocurre con el toreo cuando se
borra del mapa ese concepto del riesgo: sin él, el edificio del toreo
queda no ya incompleto, sino adulterado desde su misma raíz.
En lo que va de temporada, aún en sus comienzos, ya coleccionamos todo un rosario de tardes con toros “que sirven”,
aunque no sea a la causa del arte. Servirán a la mayor comodidad del
torero, o servirán a intereses mercantiles, que aunque sean aspiraciones
legítimas, dejan desprovista a la Tauromaquia de su última razón de
ser. Y ahí esta el mal, todavía reparable, pero al que nadie parece
interesado en poner remedio.
Atravesamos ahora en la costera del toro regordío, argumentando que la romana no es razón suficiente para justificar su trapío. “Qué daño nos hace la tablilla de los pesos en los chiqueros”,
suelen decir. En el lenguaje de los taurinos, en su picaresca también,
en una primer instancia todo eso se trasluce en reducir el peso de los
toros. Ellos entienden que es una causa buena y necesaria. Incluso se
puede coincidir con esta tesis. Lo que ocurre es que, como enseña la
historia, si se les deja andar manipulado el tema, se acaba sustituyendo
al cuatreño por el utrero adelantado. No sería la primera vez que
ocurre, que en este mundo nunca se cumplió el viejo dicho “de este agua no beberé”: se ha bebido cada vez que vino en gana.
Parten
de una apreciación que no se puede compartir: la satisfacción del
aficionado –incluso del espectador ocasional-- la generan los 60
muletazos de la faena, como si el toreo se repartiera a granel. Y no es
cierto tal principio; lo que de verdad levanta a los tendidos es la
emoción y su gemelo el riesgo. ¿Quién se ha puesto como loco a aplaudir
por un grandioso natural que se le dio al carretón o a una becerra en el
campo?
Nada diferente cabría
afirmar de esa primacía absoluta del encaste único y dominante.
Reconducida una inmensa mayoría de la cabaña a un solo origen, nos
privamos de la variedad que va intrínseca a las distintas procedencia.
Pero aún más: hoy resulta que ahora constituye toda una novedad que en
los carteles se anuncie otro encaste distinto del mayoritario. Incluso
hay quienes presentan este hecho con signos de heroicidad, cuando
debiera ser de lo más habitual. Ni Juan ni José, un muchos de los que le
siguieron en el rango de figuras, jamás pudieron pensar en tal
hipótesis: matar la corrida de Miura en las ferias entraba para ellos
dentro de lo ordinario, de lo que habñia que hacer.
Anotemos
colateralmente que el problema de los encastes hoy minoritarios no
radica tanto en su dificultad de origen; en realidad en su juego
dependen del acierto con el que haya trabajado su criador, por más que
luego cuenten con muchas dificultades para vender sus camadas. Frente a
otros, ahí esta el ejemplo de los victorinos para sacarnos de
dudas. Pero hay muchos ejemplos. Sin ir más lejos, el prestigio de que
gozan algunos de los minoritarios entre la afición francesa, que acabó
por convertirse en el auténtico reducto del toro íntegro.
Los
cambios no vienen prioritariamente del volumen, sino sobre todo del
contenido que llevan dentro. Recordemos: no hace tantas décadas los santacolomas
que criaba la familia Buendía en San José de Bucaré, eran prácticamente
fijos en las Corridas Generales de Bilbao; dentro de su propia
tipología, no desentonaban de ese prototipo que siempre fue el hoy
bastante abandonado “toro de Bilbao”, los mataban las figuras y ofrecieron muchos triunfos.
Todo
lo anterior no puede entenderse como que se postule desde aquí un
desandar lo hasta ahora andado en la mejora de la raza de lidia. No se
trata depor los chiqueros salgan armarios de tres puertas, ni buscar eso que los taurinos denominaron tradicionalmente el “toro del Tío Picardías”.
Como entiende quien tenga cabeza para pensar, no hay lugar para
concebir que el objetivo actual tenga que ser la vuelta al uro salvaje
que llegó a las tierras de Iberia. En modo alguno. Lo que se precisa es
que todas esas dosis de bravura y nobleza que se le han añadido al toro
de lidia, para encausar su fiereza natural, resulten compatibles con el
poder del animal, no que la sustituyan.
Hoy,
cuando la sociedad dice apostar por lo auténtico, que ya hasta las
galletas de los niños tienen ser ecológicamente correctas, volvamos
también a la condición natural de la raza, a su auténtico ser. Así nos
ahorraríamos el aburrimiento de tantas ocasiones, así colocaríamos al
arte del toreo en el pedestal que requiere. Tengo para mí que ahí radica
la verdadera revolución pendiente, la que se necesita en esta época, la
que nadie sabe si llegará a producirse, porque son demasiados los
obstáculos que se le ponen en el camino. Sin embargo, en el cambio nos
jugamos la continuidad en el tiempo.
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