Corta una oreja con petición de la segunda en una mansa y floja corrida de Las Ramblas
Antonio Ferrera dibujó naturales con gusto y clasicismo - Paloma Aguilar
ANDRÉS AMORÓS Madrid
La jerga psicológica actual habla de «resiliencia», esa capacidad de sobreponerse a las circunstancias adversas. La frase taurina es más hermosa: «crecerse en el castigo». (Miguel Hernández: «Como el toro me crezco en el castigo»). ¿Caben mejores ejemplos, en el toreo, que Padilla, Ferrera y Escribano? Podríamos decir que son tres toreros resilientes. (Preguntas de esta tarde: ¿Resilienciará el PSOE? ¡Quién sabe! ¿Resilienciará el Madrid? Supongo que sí. ¿Resilienciará España? ¡Dios quiera!).
A pesar del fútbol, casi se llena la plaza. Los toros de Las Ramblas frustran la tarde: flojos, sosos, sin casta ni emoción. Solamente Antonio Ferrera corta una oreja, sacando agua de un pozo medio seco.
Más allá de los ruedos, Juan José Padilla es un héroe popular, un ejemplo. Después de una gravísima cornada, ha logrado éxitos tan grandes como abrir la Puerta del Príncipe. El primero, de salida, ya canta su flojedad; en la primera vara, se desinfla como un globo pero el presidente lo mantiene: bronca lógica. Comparten banderillas los tres maestros en los tres primeros. El toro es una birria total; intenta mantenerlo: un triste espectáculo. Mata fácil. En el cuarto, un manso casi total, tira de todos sus recursos, que son muchos, para animar una tarde mortecina: cinco largas de rodillas; banderillas al violín; muletazos con gran oficio, hasta que se raja a tablas y muere en chiqueros.
Manuel Escribano probó la amargura del olvido, renació con los miuras, indultó a un gran Victorino, sufrió un muy grave percance. El tercero, veleto, protestado de salida, echa las manos por delante. Le aguanta, bajándole la mano, pero el toro se para, se le queda debajo. Mata fácil. Recibe al último a portagayola; emociona en el tercer par al quiebro, saliendo del estribo. Comienza con dos pases cambiados, parece que va a haber faena hasta que el toro se apaga; el torero se justifica por su entrega y valor pero lo estropea con la espada
Un percance paró a Antonio Ferrera un par de temporadas. Llega ahora con el atractivo (y la responsabilidad) de ser el clarísimo triunfador de la Feria de Abril, tanto con el toro duro como con el noble y flojo: las dos caras de una auténtica figura. Recibe al segundo con templadas verónicas. Aunque el toro da para muy poco, dos ayudados por bajo y un cambio de mano levantan un clamor. Cuando el toro se para, recurre a los naturales de frente, uno a uno. Todo lo ha hecho con torería y clasicismo… pero sin toro.
Un poquito más –sólo eso– aguanta el quinto; a cambio, embiste con la cara a media altura. Lo saca del caballo toreando, con una chicuelina (ahora mismo, es el único que hace esto, en la escuela de Gallito). Se luce en los pares: andando, citando de espaldas y quebrando por dentro. En un cambio de mano, ve que el toro va mejor por la izquierda y logra ligar naturales clásicos, aguantando parones, que desembocan casi en un circular. El público está con él: aunque la espada queda desprendida, logra que se conceda la oreja y muchos piden la segunda. No ha sido una faena redonda, completa (con tan poco toro, no era posible), pero sí plena de torería. Ha logrado evolucionar de diestro bullanguero a torero clásico, que busca el viejo ideal (el de Gallito, tantas tardes; el de Luis Miguel, el 2 de octubre de 1952, en Vista Alegre) de la lidia completa: dominar a todos los toros y todas las suertes. En este camino, Ferrera concentra la atención de los aficionados. Una vez más, recurro a Shakespeare: «La madurez lo es todo». Ahora mismo, Antonio Ferrera vive una etapa de dorada madurez. Madrid lo espera.
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