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viernes, 8 de septiembre de 2017

Alejandro Talavante y el despertar del arte

Abre la puerta grande en Valladolid y Perera corta una oreja en una estupenda corrida de Matilla, con cinco toros ovacionados en el arrastre 


Alejandro Talavante sale a hombros del coso del Paseo de Zorrilla
ROSARIO PÉREZ Valladolid

«Cada día sabemos más y entendemos menos», comentaban dos vecinos en un palco. Trataban de analizar el porqué los nobles y buenos ejemplares de Hermanos García Jiménez eran arrastrados con las orejas puestas. Sin ellas debieron irse los dos primeros, pero por «h» o por «b», por exceso de mecanicismo y, sobre todo, por el desatino con la espada, las vacas enviudaban, sonaban los cascabeles y los toros se marchaban intactos...

Curiosamente, el triunfador del festejo, Alejandro Talavante, era el único que no había tenido suerte con el descompuesto y feote primero de su lote –con el hierro de Olga Jiménez–, el solitario lunar del estupendo conjunto de Matilla, que lidió una corrida de triple puerta grande. Pero solo la figura extremeña cruzó el umbral de la gloria. Hubo que esperar al sexto, «Decorador» de nombre, para que Talavante brindase lo más artístico, un original toreo forjado en la tempestad y la calma del creador. Sus verónicas y chicuelinas se paladearon ya con distinto sabor. Desde el prólogo por ayudados, cosidos a unas trincherillas sensacionales, el diestro de Badajoz sacó a la plaza de la rutina. Cuando agarró la zurda, una voz aflamencada cantó al arte. Y Alejandro exprimió con naturalidad el excelente pitón del toro salmantino. Cada vez más a gusto, también se abandonó a derechas en redondo, con un cambio de mano superior. Talavante, en estado puro, buscándose a sí mismo y encontrándose. Despacito, recreándose, aunque en medio hubo una tanda algo más embarullada que condujo a una arrucina de infarto y un pase de pecho manoletista. Y otra vez enseñoreó su zurda, su muñeca cristalina, con remates de máxima torería. Hubo un instante, por ambos lados, en el que aquello era una danza, con el medio pecho ofrecido y lo más común olvidado. Era el despertar del arte.

En el capítulo anterior, el palco otorgó la primera oreja de la tarde a Miguel Ángel Perera, la viva imagen de la seguridad con este dulce «Catavino», que brindó a José Moro. Tras la variedad capotera, el asentamiento de planta y la firmeza absoluta asomaron en el inicio por alto. Después de unas rotundas series diestras, echó los vuelos al natural, con la tela a rastras por momentos.

 Un caramelito era el de García Jiménez, con el que acabó metido entre los pitones y dejándose acariciar la taleguilla en unas luquinas. Aplastante el extremeño, que llegó a abusar de las cercanías. La estocada baja frenó algo la pañolada, pero se ganó un trofeo. El éxito se había esfumado en la hora final frente al estupendo segundo, un «Terremoto» que iba y venía a las telas con movilidad y humillación. Obedecía a los técnicos toques de Perera, que se centró en el gran pitón derecho en series con aplomo y se pegó un tremendo arrimón.

A pie con un lote de salida a hombros se fue Castella. El francés estrenó la tarde con un «Despensero» que, aun sin sobrada fortaleza, repitió con fijeza en la muleta. Vibrante el comienzo, con un pase cambiado sobre las rayas y otros cinco muletazos sin enmendarse. Pero luego a la correcta actuación, mal rematada, le faltó alma para calar más en las gradas. También ejerció de pinchaúvas en el cuarto, otro animal de triunfo con un notable lado zurdo. Hubo muletazos con su aquel, aunque sin la comunión necesaria en un largometraje de dos avisos...

La película de «Oscar», aun con sus imperfecciones, se rodó en el sexto de la mano de Talavante, que trasladó a los espectadores al edén del arte en una corrida de cinco toros ovacionados en el arrastre.

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