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domingo, 8 de abril de 2018
«Un maestro en la inmensa plaza de la vida», por Diego Ventura
Don Ángel Peralta fue quien marcó el rumbo de mi vida. Suyo fue mi primer caballo y suya la oportunidad de ponerme delante de la primera becerra. Y suya era siempre la voz que me llamaba para torear –aun siendo niño– cuando en el Rancho era día de toros e iban los rejoneadores y yo esperaba, medio escondido, a que alguien reparara en mí. Y la voz que sonaba siempre era la suya: «Dieguito, ¿quieres torear?»
Siendo él quien era y siendo yo aún un niño, ya fue mi cómplice y mi amigo. Nos gustaba, al caer la tarde, allá en el Rancho, con La Puebla al fondo, compartir su vicio que ya es el mío: tomar helados de café. Y me hablaba de toros y de caballos, de cómo de íntima tiene que ser la relación del hombre con el animal, de cuánto te devuelve éste cuando también tú se lo das todo, de que se llega más lejos en la vida cuanto con más verdad se sea. Y la verdad fue su huella allá por donde pasó. Y la autenticidad. Y la pureza. Si se torea como se es, don Ángel Peralta es uno de los más grandes en la historia de nuestro arte porque era igual de grande en la plaza inmensa de la vida. Un revolucionario también. Esa revolución de los diferentes, de quienes tienen algo que decir y lo dicen cambiando para siempre ya lo establecido.
Lo pienso y me doy cuenta de que, no sólo mi rumbo, don Ángel Peralta también marcó mi carácter. Por eso hoy su vacío me hace sentir tan solo. Aunque entre el dolor, también siento latir mi gratitud a la vida por haberme puesto en su camino.
Aquí su amigo, siempre, don Ángel, su hijo, Dieguito… Hasta la gloria, Maestro.
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