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jueves, 17 de mayo de 2018

'Ombú' es nombre de toro bravo


El mexicano Luis David corta una oreja con seria consistencia a un extraordinario ejemplar de Juan Pedro Domecq, la excelencia sin ruido ni una sola renuncia.


Pase de pecho a la hombrera contraria de Luis David Adame al sensacional tercero de Juan Pedro Domecq / ANTONIO HEREDIA


La calma del día después reinaba en Las Ventas. Un ambiente apalizado por la tensión emocional vivida 24 horas antes. Dormía la plaza en aquel sueño hasta que apareció Ombú. Qué nombre más rotundo para tanta belleza. Una pintura jabonera, un cromo de armonía veragüeña. El toro cincelado por Dios. Habitaba en su interior la bravura, la casta envuelta de calidad. De principio a fin con la boca cerrada. Ese tópico que se hacía verdad. La humillación cierta como el empleo en todas las suertes. Ombú en el caballo empujó con estilo y riñones. Como lo había hecho en el capote de Luis David Adame. En las templadas verónicas del saludo y en las arrebatadas chicuelinas de manos bajas, esa bravura de no hacer ruido. Deslizante y sedosa, sin una sola renuncia.

Adame brindó la ilusión al gentío. Ombú era una ilusión. Y se clavó LD por estatuarios. Sin rectificar un ápice las zapatillas. La resolución del pase del desprecio prendió de oles los tendidos. La primera tanda de derechazos sonó a ajuste. En las siguientes enganchó por delante la embestida dorada, la guió con largura, la sintió en la palma. Acinturado, encajado y ligado el mexicano. Tan seriecito y ordenado. Ombú viajaba en los flecos de la muleta, planeaba en modo avión. La faena tomaba cuerpo. Un molinete que nació con forma de trinchera y el pase de pecho cosido a ella, o a él, pegaron fuerte en el corazón de Madrid. Y, sin embargo, por la mano izquierda la cosa pasaba tibia.

 Ombú se daba igual pero los naturales no calaban con la misma intensidad. La clase del juampedro palpitaba. Luis David volvió a conectar con su diestra. Más seguro de su dote muletera. La arrucina trajo el eco de su tierra caliente. Otra vez el de pecho a la hombrera contraria como una bocanada de fuego. No quiso despedirse sin catar de nuevo la joya en su zurda. La ronda al natural de correcta propuesta, no más. El cierre fue un órdago a la grande. Por bernadinas ceñidas y, finalmente, con detalles de orfebre por bajo. Cuando agarró la espada, Ombú se cuadró con la fijeza de siempre.

 Unidas las manos incluso para la muerte. La boca cerrada a la espera del último aliento. Adame lo despenó con rectitud de vela. Una estocada cabal. Como la oreja. En el tránsito del arrastre al cielo de los grandes toros, Ombú provocó una ovación unánime.

No volvió la cara nunca Luis David con el grandón sexto. Con el hierro de Parladé. Un zamacuco basto. Que venía sin irse. Correoso. Bruto. Adame lo alegró por zapopinas sincronizadas. Y se la jugó con firmeza de hombre. Bragado y peleón. Un arrimón en toda regla. Madrid lo despidió con atronador reconocimiento.

Finito de Córdoba vestía un aterciopelado terno. De buganvilla y oro. Tanta elegancia para nada.

 Para un manojo de medias verónicas acaderadas como recuerdo de los viejos tiempos. Y algún muletazo suelto aquí y allá. Finito se colocó siempre con un clasicismo inusual: las zapatillas mirando al toro. Una y otra vez a ver si al gordo y vacío juampedro le daba por embestir. Ni el tempo que le concedía el cordobés entre natural y natural le provocaba la continuidad. No hubo caso. Y tampoco causa con la espada encasquillada. Como el eximio poder y el pobre fondo del cuarto no sirvieron, Juan volvió a pasarse la faena colocándose. Tan elegante y clásico. Sin despeinarse.

Román dio una imagen caótica. Desde el quite por gaoneras al toro de apertura. Desde que recibió con el capote también a la espalda al cinqueño segundo, el primero de los cuatro toros con los cinco años cumplidos. Algo montado. Careció de belleza la seria corrida. A excepción de Ombú. Si a Finito no se le movió un mechón, Román fue todo desmelene y desorden. De terrenos e ideas. No valió su lote. Ni su sucia voluntad embarullada.

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