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lunes, 16 de marzo de 2020

Ponce-Aguado: un sonido de giraldas en el apoteósico aniversario del maestro

El Minotauro de Chiva y la joya de Sevilla salen a hombros sobre una notable corrida de Juan Pedro Domecq con dos toros -Heráldico y Empachado- de extraordinarias calidades en la crónica imaginaria de una tarde que nunca fue

JOSÉ AYMÁ  

La plaza de Valencia se caía en una catarata de ovaciones para conmemorar los 30 años de alternativa de Enrique Ponce. Que invitó a Pablo Aguado a compartir tanto respeto y cariño. No en vano han sido 113 tardes y 38 puertas grandes, sumando la que lograría dos horas y media después. A esa salida a hombros no convidó a Aguado: Pablo se subió solito después de decir el toreo con suma pereza. Esa cadencia que no es desmayo fingido ni impostada pose, sino hija de la naturalidad de los elegidos.

Ponce ha pasado por tres décadas con la sabiduría que ya se le pronosticaba en el 90 del siglo pasado. Una técnica prodigiosa y una afición incombustible. Como él. No valió el primero de Juan Pedro nada más que para demostrar que el maestro de Chiva no se aburre ni entiende de avisos. Pero Heráldico, el 61, el más guapo de una corrida exacta de armonías y hechuras, derramaba su clase a espuertas. EP se dobló como si sus abductores hubieran pasado anteayer la ITV de los 16. Y fue creciendo la faena como una manifestación tumultuosa de temple. Tan despacio. Decían hace 30 años que Enrique no sabía torear por la izquierda. ¡Quiá! Añadió esa vuelta y vuelta de la muleta de tintes condistas, los flecos que ha ido añadiendo a su tauromaquia. En las poncinas epilogales todavía Heráldico hacía así tras los vuelos. Como un avión sin motor. La estocada, pelín rinconera, catapultó al veterano Minotauro y tumbó al sobresaliente juampedro. El premio se sabía como la mascletá de las dos de la tarde: una puerta grande desbordada de recuerdos.

A Ponce le quedaba aún fuego en el cuerpo para hacerse con el quinto. Que no se dio fácil. Esa otra bravura de tensión de la casa Domecq. Como el toro que encumbró a David de Miranda en Madrid.

Pero Enrique se impuso, no sin quedarse alguna vez por la tabla del cuello y sin soltarlo. La emotividad de la efemérides envolvió su hacer concienzudo hasta conquistar la tercera oreja para su esportón. Y para su historia. Que a estas alturas es inalcanzable de números y glorias.

Frente a la superioridad poncista, Pablo Aguado encarnó la fragilidad de lo exquisito, la suave llama de lo inolvidable. Tiene el sevillano en su capote el don del parón que creímos extinto con la retirada del Faraón. Ese instante de quietud en la verónica. Empachado, el número 84, el otro toro por el que había apostado el ganadero, dibujaba ya semicírculos en las ondas de los lances. La media verónica desprendió un sonido de giraldas. Pablo fue Pedro en el inicio mecido de la faena, y sobre esa piedra edificó la casa del toreo. Deletreado, despacioso, etéreo. De una ingravidez que pesa. Los naturales aún perduran como un eco de olas desgastadas. Tan enfrontilado, en tan buena compaña pecho, cintura y compás. Que adormecía el son caro de la embestida. El sentido calibrado de la medida y el gozo, entre espejismos de trincherillas y torerías, desembocó en una estocada corta, muy Pepe Luis. Fue todo en el último toro de la notable corrida de Juan Pedro. Como un broche perfecto y redondo para los apuntes y retazos de lo clásico dejados ante la toreabilidad, ¡ay!, de los otros dos. Cuando Pablo fue Gualdalquivir y Guadiana, siempre torero.

PD: Esta corrida que se debió celebrar este 16 de marzo nos la perdimos, pero lo bueno es que nos espera. Probablemente con mejor entrada que la congregada. Que no alcanzó los tres cuartos. Los lunes ya se sabe...

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