Acompañamos algunas mujeres durante sus embarazos en el país donde la tasa de mortalidad de las madres y los recién nacidos son ahora secreto de Estado y la faltra de suministros básicos a menudo empujan a los obstetras a migrar
Ninoska Torres, de 23 años,
después de dar a luz a su hija, Lisandry, en un hospital administrado
por el gobierno en La Victoria, Venezuela.
The New York Times.
CARACAS, Venezuela —
Por Julie Turkewitz y
Photographs by
No hay incubadora, le dijeron en otro.
Tomó
otro autobús. Durmió en una banca. Lloró en la calle y perdió la cuenta
del número de doctores que le habían puesto la mano dentro en un
intento por estimar su dilatación solo para decirle que se fuera.
Intentó en un quinto hospital. No podemos ayudarte, le dijeron

En Caracas, al fin, afuera de la mayor maternidad del país, lanzó una última súplica desesperada.
“Por favor, Dios”, oró Vásquez, “no permitas que me muera”.
El sistema de salud pública de Venezuela, alguna vez uno de los mejores en América Latina, hace años que se encuentra en un estado decadente,
paralizado por una economía en quiebra y a cargo de un gobierno cada
vez más autoritario. Pero pocos aspectos de dicho sistema han resultado
tan dañados como las maternidades, donde el equipo más crucial para el
parto —monitores de signos vitales, ventiladores, sistemas de
sanitización— se ha malogrado o ha desaparecido, algo que veces obliga a
los médicos a negar atención a las mujeres.
Para
comprender cómo es dar a luz en este sistema destrozado, acompañamos a
mujeres embarazadas en seis hospitales de Venezuela y a una al otro lado
de la frontera con Colombia en su intento por parir.
Lo que encontramos es que hoy, en Venezuela, dar a luz es arriesgarse a la muerte, tanto de la mujer como de su bebé.
Vásquez
alguna vez fue una jugadora de balonmano a nivel secundario tan célebre
por su fuerza y habilidad que viajó por América Latina en
representación de Venezuela.
Pero un
día de enero de este año, en la entrada de la maternidad más importante
del país, el Concepción Palacios, se derrumbó llorando, con los brazos
alrededor de la cintura de Cristina, su mamá, quien golpeaba la puerta y
rogaba que admitieran a su hija.

Vásquez se
desmayó. Pero entonces la puerta se abrió y unas 48 horas después de
haber empezado con dolores de parto dio a luz a su hija, Cristal. Pero
la bebé, nacida prematura y diminuta con solo kilo y medio de peso, no
sobrevivió más allá de la mañana.
Días
después, Vásquez sacó una sábana blanca infantil del bolsillo de su
sudadera, uno de los únicos recuerdos que conservaba de su hija.
Los funcionarios del hospital se habían
negado a darle un certificado de defunción y, como no tenía dinero para
el entierro, había tenido que dejar el cuerpo de Cristal en la morgue.
“Aquí”, dijo, “a una mujer la tratan como a un perro”.
Para
muchas mujeres venezolanas hoy en día, el principal rasgo que define al
alumbramiento es la ruleta: el proceso agotador de ir de hospital en
hospital intentando encontrar uno equipado para atenderlas.
A
veces viajan de aventón, o caminan kilómetros o toman autobuses que
recorren caminos cuyos baches y obstáculos parecen diseñados solo para
torturarlas. En muy pocos casos las rechazan una y otra vez hasta que
dan a luz en la calle, o en las escalinatas de ingreso al hospital, o en
el vestíbulo.
En
algunos casos, las mujeres mueren. Darwin Maiquetía, de 37 años, perdió
a su esposa, Kenny Chirinos, el 20 de enero, después de que contrajera
una infección tras una cesárea en un hospital militar. Durante años, los
hospitales han batallado para conseguir desinfectantes.
“El nivel de ira que tengo no es nada normal”, dijo
una tarde Maiquetía, mientras acunaba en brazos a su hija Alena. Eligió
un hospital militar, dijo, porque creía que en un país cada vez más
militarizado, sería lo seguro.

Chirinos, una ávida excursionista que a
menudo practicaba rappel en las afueras de Caracas con su esposo, fue el
amor de su vida, dijo.
“Destruyen familias”, dijo, “destruyen vidas”.
En otros casos, las familias pierden a sus hijos.
“Todas
las clínicas me decían lo mismo: no hay los cuidados necesarios para tu
bebé”, dijo Aydimar Alvarado, de 26 años, quien tuvo que ir a 12
hospitales antes de tener a su hijito, Kahel, en diciembre.
Un
médico con el que consultamos dijo que las condiciones que llevaron a
su muerte podrían haberse prevenido o atendido si el cuidado de la madre
no hubiera sido postergado debido a la ruleta.

En muchos de sus discursos televisados,
el presidente del país, Nicolás Maduro, ha descrito que el sistema de
salud enfrenta desafíos pero que en general va bien. En marzo alentó a las mujeres a “parir, parir” y dijo que todas las mujeres deberían “tener seis hijos, todas. Que crezca la patria”.
Ha
culpado de la escasez de suministros médicos a las sanciones impuestas
por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, para derrocarlo.
Analistas y críticos afirman que esta aseveración es cierta solo en parte.
Las
sanciones han retrasado en ocasiones la entrega de provisiones pero el
gobierno podría recurrir a las organizaciones de ayuda para conseguir lo
que le falta, dijo Feliciano Reyna, fundador de la organización sin
fines de lucro Acción Solidaria.
Un economista, Asdrúbal Oliveros, dijo
que Maduro simplemente había elegido priorizar la importación de
gasolina y alimentos por encima de las medicinas bajo el cálculo de que
las mujeres embarazadas y los enfermos no protestan pero las personas
hambrientas sí lo hacen.
Los titulares
de los ministerios de Salud y Mujeres del país no respondieron a
pedidos de entrevista; tampoco los directores de varios grandes
hospitales.
Luego de años de negar que
el país estuviera en crisis, Maduro abrió el año pasado la puerta a la
ayuda humanitaria y grupos como la Cruz Roja y Unicef empezaron a traer
cientos de toneladas de bienes, entre ellos antibióticos que salvan la
vida.
Pero el efecto en el mejor de los casos ha sido paliativo, en parte porque las donaciones son escasas.
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