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sábado, 3 de febrero de 2024

Con una comida al día, pasa sus años el primer maestro del torero César Rincón

Alfonso Brillón sobrevive en medio de la precariedad en un cuarto que le habilitó una señora.

Alfonso Rodríguez Tibaduzo, o Alfonso Brillón, entrena con una muleta de niño en el parque Renacimiento.
  
Por: RICARDO RONDÓN CHAMORRO
EL TIEMPO DE BOGOTA
De pie, mirada melancólica y lánguida figura, como la del caballero andante de La Mancha, Alfonso Rodríguez Tibaduzo, o Alfonso Brillón, como lo conocen en los corrillos del toro, observa una partida de ajedrez que se disputa en una de las tantas mesas al aire libre de la carrera 7.ª de Bogotá, cerca de la iglesia de Las Nieves.

Bajo un cielo espeso de nubarrones grises, un relámpago amenaza chaparrón, y los primeros goterones se diluyen en la jugarreta de los ajedrecistas. Brillón apura el paso apoyado en un escombro de bastón, y desemboca en el Club Lasker, de la 7.ª con 21, querencia de maestros del juego ciencia, y refugio de sonámbulos y desocupados, para quienes el tiempo solo existe en los relojes que entre tableros registran los movimientos de las fichas.

Brillón, de 85 años, hijo de un talabartero del barrio Las Cruces que tuvo veinte hijos con dos mujeres, soñó de chiquillo con ser figura del toreo, motivado por aquellos domingos cuando se escapaba de casa para vivir la fiesta desde afuera de la plaza de Santamaría.

El amago del aguacero no pasa de ser un ‘espantabobos’. Brillón reaparece en la 7.ª con el trajinado bastón que guía su paso cansino y la pesadez de la vida del hombre longevo, enfermo y sin recursos, que se esfuerza en capotear su subsistencia alimentaria con la ayuda mensual de 120.000 pesos que le concede el Distrito.

Alfonso Rodríguez Tibaduzo o Alfonso Brillón


Antes de que la tarde se apague, Brillón retorna a pie al barrio Samper Mendoza, donde una dama caritativa, hace ya cerca de veinte años, le habilitó en su casa un pequeño cuarto.

–Maestro, ¿tiene tiempo mañana para que charlemos de largo?

–Claro. Si quiere cáigame a las nueve al parque Renacimiento. Allí voy a estar entrenando.

Luce traje negro, camisa y zapatos del mismo color, y una pañoleta enroscada como una mamba al cuello.

En efecto, ahí está Brillón, puntual, bajo el espléndido cielo azul de una mañana soleada de enero. Luce traje negro, camisa y zapatos del mismo color, y una pañoleta enroscada como una mamba al cuello. Un torero mexicano bautizó como Brillón al niño maletilla, cuando el chicuelo le echaba el carretón en la Santamaría:

“Eh, tú, chamaco, tienes brillo, eres un brillón, sigue así”, le dijo. Y se cumplió el bautizo: Alfonso Brillón. El parque Renacimiento está solo, y lo de entrenar para el octogenario y ya vencido hombre de la fiesta es dibujar en el aire, con una muleta de niño, compases, naturales y trincherazos.

Brillón soñó la gloria de la tauromaquia, pero careció de padrino y de dinero, y una tarde negra sufrió en una plaza de Costa Rica el golpe demoledor de un astado en el hombro derecho, que lo hizo claudicar como novillero, y resignarse al rol de mozo de espadas, hombre de confianza al servicio de las figuras del toreo.

Lo de Brillón fue un acto de locura, más que de rebeldía, cuando trepó cual ‘hombre araña’ a la terraza del céntrico edificio de Colseguros.

A finales de la década del 60, Brillón fue el primer espada que protagonizó una huelga, porque fue excluido del cartel de una novillada en la Santamaría: un empresario lo reemplazó sin mediar explicaciones por un novillero extranjero. Lo de Brillón fue un acto de locura, más que de rebeldía, cuando trepó cual ‘hombre araña’ a la terraza del céntrico edificio de Colseguros.

La disparatada protesta repercutió en noticia. Dividió opiniones entre los que pensaron que se trataba de un suicida, y las habladurías de quienes lo señalaron de demente o de ladrón de película. Intervinieron bomberos y policía. Brillón guarda el recorte del periódico EL TIEMPO que registró semejante osadía.

El mozo de espadas de pelo cenizo y ojos claros insiste en sus muletazos al viento, compone la figura y explica cómo fueron las primeras lecciones que le dio al pequeño César Rincón.

“Le enseñé a taparse, sin arriesgar el cuerpo, poniendo de frente la muleta a ras de tórax, y ayudándose con la cintura, sin perder de vista el astado. Le di las bases del mando y el temple. En ese chico había una figura del toreo”.

–¿Cómo llegó Rincón a su vida de instructor?

Alfonso Rodríguez Tibaduzo


–Por su padre, Gonzalo Rincón, que era fotógrafo de calle y eventos, y después del periódico El Espacio. Me lo presentó en su vivienda del barrio Fátima: era un muchachito de ojos vivaces, delgado, de brazos cortos, pero muy despierto, que le pegaba trapazos con un suéter a su perrito. Lloraba de rabia cuando no podía dibujar los lances del toreo de salón.

–¿Cuánto tiempo duró con Rincón?

–No más de dos años. Le enseñé lo que había aprendido de las grandes figuras, sin cobrarle un céntimo a su padre porque vivía con estrecheces económicas.

‘Ojo con ese’
Pero no fueron en vano esfuerzos y sacrificios. El chaval prometía. Lo confirmó el maestro español Paco Camino, cuando en un tentadero en las afueras de Bogotá, un ganadero filántropo le echó una becerra a un ansioso César Rincón de doce años que recibió la vaquilla con una tanda de vistosos lances con el capote. “¡Ojo con ese!”, exclamó Camino, y el eco llegó a la España de los Dominguín, los Ordóñez y los Bienvenida.

Lo demás está consignado en los anaqueles de la tauromaquia.–¿En qué momento se le fue César Rincón de sus manos?

–Cuando empresarios y padrinos vieron que el chico tenía garra y horizonte en el mundo del toro, y se fijaron no solo en su valor y destreza, sino en su carácter y disciplina. Por empresarios como Pedro Domingo y el matador colombiano Efraín Olano, César tuvo sus primeras apariciones como novillero en España.

Tiempo después, en 1991, recogería los frutos como matador de toros, cuando tocó el cielo de Las Ventas en una gesta de tres tardes apoteósicas de salida a hombros por la puerta grande de la primera plaza del mundo. Y lo que vino después.

–¿Rincón le reconoció alguna vez la mano oportuna que usted le dio?

–Nunca he recibido nada de él.
Hace un mes largo, en el Congreso de la República, cuando se debatía el futuro de la fiesta, me acerqué para preguntarle sobre su padre, Gonzalo, de quien un conocido del toro me había dicho que sufría quebrantos de salud. Su actitud fue áspera: “Regular, regular”, contestó en seco.

Pablo Becerra, septuagenario subalterno colombiano, argumenta que figuras como Rincón solo se dan cada siglo: “César hizo de su virtud una carrera brillante como profesional del toreo. De la pobreza de sus años de adolescencia, se hizo con la gloria merecida. Hablo del maestro de la tauromaquia, pero me reservo comentar o juzgar al ser humano”.

Doña Magnolia
Es mediodía. Brillón enrolla la muleta de párvulo y la amolda bajo el brazo como un cartucho de flores. Le propongo que almorcemos en el centro, y él responde que lo acompañe primero a su vivienda a guardar la pañosa.

En el segundo piso de una casa antigua del barrio Samper Mendoza, el veterano personaje de la tauromaquia habita en un estrecho cuarto donde no hay más espacio que para una cama sencilla con nochero, un tubo atravesado donde cuelga vestidos y camisas, y una radiograbadora.

De un cartapacio, Brillón extrae una serie de dibujos inspirados en el universo taurino que él pinta de noche con lápices de colores sobre reveses de almanaques, carteles y cartulinas que seguramente en algún momento desecharon colegiales.

De los dibujos, Brillón pasa a mostrar las fotos envejecidas de papel, y los recortes cerosos y pajizos de revistas y periódicos, guardados por años. “Aquí, con César, cuando estaba chavalito. Esa foto la utilicé para mi libro Vivencias taurinas. Vea, esta fue la noticia de la huelga que publicó EL TIEMPO”. El único inventario de un viejo sumido en la soledad y la pobreza, presa de un romanticismo irremediable.

¿Qué hubiera sido de Alfonso Brillón, de no haber sido por el espíritu compasivo de doña Magnolia Vallejo, la dueña de casa? La buena señora que nos ofrece café dice que Brillón no da disgustos porque no es borrachín ni cascarrabias. “Tiene pasos de gato: ni se siente cuando sube las escaleras”, aclara.

Doña Magnolia cuenta que acogió a Brillón hace ya dieciocho años, cuando su hija le informó que lo había visto devastado y sin para dónde ir, en un parque cercano a su residencia, después de que en una vecindad le sacaron los corotos a la calle. “Mis hijos me pidieron que le diera posada.

Le habilité el cuarto donde está”, relata la samaritana.Nos despedimos de doña Magnolia y subimos al centro. Tomo del brazo al viejo mozo de espadas que se aferra a su desgastado bastoncito para tantear resquicios y andenes. Lo que más lo atormenta por estos días es que está perdiendo la visión:

“Ya me acostumbré a pasar el día con una sola comida. Me preocupa es que estoy quedando ciego. Sufro de cataratas. El ojo izquierdo es el más afectado. Solo veo siluetas. El derecho va por el mismo camino. He ido innumerables veces al Sisbén del Olaya, pero no me paran bolas, seguramente porque me ven viejo, solo e indefenso. Estoy decidido a hacerles una huelga allá. Así sea lo último que haga”.

Anclamos en Casa Picardías, la última tasca taurina de postín del centro bogotano, hoy reducida a un restaurante popular. Mientras llega el servicio que ordenamos, le pregunto a Brillón:

–Maestro, ¿en qué momento se nos jode la vida, y todo se va al traste?

–Eso es como el destino. No fui derrochador ni llevado por ningún vicio. Mujeriego, sí. Me sostuve hasta cuando se agotaron las energías, teniendo en cuenta que la fiesta de los toros está hace rato de capa caída.

–Me sorprendió la vejez solo y sin un peso...Alfonso Brillón hace una pausa. Se contrae la nuez de su garganta, y su mirada azul turquesa se pone vidriosa. Pienso que este hombre ya carece hasta de lágrimas, y que, en medio de su desventura, todavía le quedan arrestos para seguir viviendo, como los toros en la arena con la espada sembrada en sus lomos, que en su agonía se recuestan en los tableros y se resisten a caer.

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