Subdirector de
deportes de EL MUNDO
El masoquismo de los
aficionados a los toros, sobre todo a 43 grados centígrados, entoldado el
cielo, tiene premio en ocasiones. Así en Badajoz, plaza sesentera que de lejos
parece El Plantío burgalés, pero créanme que a esa temperatura diríase que nos
acercábamos a los altos hornos.
Y allí abajo, en la
caldera, José Tomás y El Juli exprimiendo hasta el último aliento a los
garcigrandes. Pelea de figurones, y arriba la afición con un
inesperado pulso templado, sin olés porque sí. Que se lo digan a JT tras el
consabido quite por gaoneras.
En ese fragor del que
tanto se ha alimentado la historia del toreo, una serie. José Tomás en el
quinto, final de la faena, a vuelta del cambio de la espada. El torete alto,
flojo, de poca nota, muy obligado siempre por la izquierda memorable de JT. El
público esperaba un cierre al uso, no había para más. Pero hubo: el jugo de
la tarde como gloria bendita para esa sauna de 13.000 almas.
José Tomás fue
desgranando uno a uno, muy cerquita de los pitones, los naturales desmayados,
alargando los últimos viajes del toro, que parecía que ya no tenía más, excepto
dirigido por esa prodigiosa mano izquierda. Tres, cuatro naturales de cristal. Tres,
cuatro naturales para una concepción monumental del toreo, ésa que responde a
la pócima de torear muy despacito. Apoteósico.
La gente hablaba de
José Tomás y El Juli con pasión a la salida. Estábamos en Badajoz, hacía ya
algo menos de 40 grados y daban ganas de quedarse -aparte de para ver el
cartelón del lunes con Morante- para rumiar la tarde y dar vueltas a por
qué no tenemos oportunidad de volver a disfrutarla en las ferias al uso.
Los taurinos, a veces,
se disparan muy peligrosamente a los pies.
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