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ABC.es recuerda al Divino Calvo, leyenda irrepetible del toreo, con textos para la Historia inmortalizados en nuestro Archivo
1. El día que Rafael el Gallo no pase por la calle de Tetuán, no se verá en Sevilla
ningún torero. Se podrá tener noticia por los carteles de que en
Sevilla hay todavía toreros, pero no se verán, como no se vería Sevilla
desde el tren a lo lejos, si se hundiera la Giralda. («El Gallo y la Giralda», por Gregorio Corrochano, 9 de octubre de 1957).
2. ¿Qué pensará el Gallo cuando vea que hoy se pierde o se hace como que pierde la cara a los toros? Eso de torear mirando al tendido (de reojo al tendido y de reojo al toro) es vulnerar las reglas de toreo, porque el Gallo tenía razón en su temor: sin ver al toro no se puede torear, aunque algunas veces parezca que lo hacen, como si jugaran a la gallina ciega con el toro (...). El valor no está en volver la cara a ninguna parte, sino en mirar muy atentamente al toro, verle venir, esperarle con tranquilidad y torearle». (Corrochano).
3. Lo primero que vemos en el cuarto de Rafael, al entrar, es un chino. Después resulta que es el propio Gallo. De espalda, con un amplio pijama azul, la calva y la trenza colgante, la ilusión perfecta. Antonio, el mozo de estoques,
grueso y maduro, locuaz, todo de gris, gorra y traje y pelo, va y
viene. El Sr. Gómez se dispone, al fin, a vestirse. Mientras se descalza
entablamos un breve diálogo. Porque nosotros comprendemos que nuestro
deber es hablar de toros con cierto entusiasmo. Antonio explica que los de la corrida anterior eran muy grandes.
-¡Claro -balbuceamos-, con este nuevo reglamento!
-Sobre todo, señor -dogmatiza Rafael, arrancándose los calcetines-, que los toros han de ser mirados como los caballos de carreras: tienen que tener sangre, finura... Nos echan toros normandos.... («El vermut del maestro», por Wenceslao Fernández Flórez, 16 de abril de 1917).
4. Rafael el Gallo, que ha sido un torero muy clásico y que toreaba muy cerca,
cuando toreaba, las apartaba con la mano. Una vez, en Valencia, donde
tanto gustaba su toreo, al apartar con la mano una banderilla que caía
sobre el testuz, le gritó zumbón un huertano, en valenciano: «Si le has de dar en el cuello, ¿para qué te estorba?» Rafael sonrió y, por complacer a su partidario, pinchó al toro en el cuello. Para entrar a matar a paso de banderillas no estorban las banderillas». («El peligro del inútil tercio de banderillas», por Corrochano, 27 de junio de 1954).
5. Un 17 de julio, el del año 1882, Madrid ofrecía datos para la partida de nacimiento de un niño que,
al brillar en las filas de la torería, sería tenido por arquetipo de lo
sevillano. El documento judicial señala la casa natal, sita en la calle de la Greda,
que hoy se llama de los Madrazo. Se derramó sobre la cabeza del neófito
agua de la pila bautismal de la parroquia de San Sebastián y se le impuso la sal al propio tiempo que el nombre de Rafael. De estirpe torera sevillana, por el padre, Fernando el Gallo, de raíz gaditana por la madre, Gabriela Ortega,
Rafael Gómez, que luego heredaría el alias paterno, fue llevado a vivir
a la plaza de Matute, y dos años después, hasta ahora, a Sevilla. («Tres cuartos de siglo de Rafael el Gallo», por Selipe, 17 de julio de 1957).
6. Cuando andaban por los ruedos D. Luis Mazzantini, el Algabeño, Antonio Fuentes, Montes, Manchaquito y Vicente Pastor, entre otros lidiadores que se enfrentaban a toros de respeto y poderío, entre la dureza de un toreo predominantemente seco y recio, apareció la gracia señera de Rafael, que rechazó catalogaciones y excedió las estrecheces de las escuelas. Sus suertes no se comprendían en lo definible: ni sus actuaciones dentro de lo regular: era imposible encasillar en netas cuadrículas el garbo relampagueante ni sujetar a predicciones los inequívocos alardes de valor ni los celebrados eclipses del mismo. Tan genuinamente único era Rafael el Gallo que anduvo solo y revistió de inverosimilitud su imitación. Al lado de la gran pareja de astros de primera magnitud, de Joselito y Belmonte, Rafael vio su carrera diversa entre los polos de clamores hiperbólicos y de desastres ruidosos. No le estorbó el brillo más radiante porque él supo aureolarse de fulgor esplendoroso, ante el que se rendían joselitistas y belmontistas. (Selipe, 1957).
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