Concluye la Feria con el cartel más esperado. Los focos mediáticos apuntan a Francisco Rivera, Paquirri, en su reaparición [así te la hemos contada]. Inicia Enrique Ponce
su temporada número 25; lo hace sin alharacas, con la responsabilidad
de figura del toreo, que no rehúye ninguna Feria importante. No deja margen a la polémica. Lo contrario de Morante,
que parece envuelto en ella. Acaba de declarar: «No sé a dónde va a
llegar esta situación». Tiene toda la razón: si no lo sabe ni él, ¿cómo lo va a saber el aficionado? Parece razonable dejar en suspenso tanto ruido y centrarse en lo que sucede, en el ruedo.
El primero de la tarde, un remiendo de Domingo Hernández, resulta flojísimo. Ponce ha de actuar de enfermero: decepción. Traza buenos naturales
que apenas se valoran y lo mata muy bien. El momento culminante de la
tarde –y de la Feria– llega en el quinto, un toro muy deslucido,
incierto, que se cuela en banderillas, por el que nadie apuesta un céntimo. Nadie, salvo Ponce: se dobla muy bien y le va sacando todo lo que el toro tenía y más. La gente ha tardado en entrar en la faena: ya decía Corrochano que la estética entra por los ojos; para apreciar la técnica, en cambio, hay que saber valorar las condiciones del toro,
cosa que no está al alcance de la mayoría. Poco a poco, con suavidad y
mando, lo va metiendo en el canasto. Al final, en tablas del sol, con el
toro ya rajado, Ponce demuestra su absoluto dominio y pone a la gente en pie: dos orejas clamorosas.
Con gran simpatía
Reaparece Francisco Rivera, acogido con gran simpatía. En el segundo, el trasteo es correcto, profesional, sin mucho brillo, pero el toro saca genio. La inactividad
del diestro se manifiesta a la hora de matar. En el quinto, accede a la
petición del público y pone banderillas: el primer par resulta
desigual; en el segundo, cae en la cara del toro y es pisoteado. Todavía coloca un tercero, al violín. El brindis a su hija aumenta el clima de emoción. Cojeando, con la pierna izquierda vendada, muestra su buen oficio y reposo. La gente se rinde al gesto de gallardía torera y, cuando mata con decisión, le premia con las orejas.
Morante vende diferencia, personalidad y un capote de gran estética. Aprovecha que el tercero embiste a cámara lenta para dibujar verónicas pero el toro se apaga muy pronto. No logra una faena maciza pero sí hermosos detalles.
Lo decía don Hilarión, en «La verbena de la Paloma»: «Se administra en
pildoritas...» Pero no surge la apoteosis que el público esperaba. Algo
parecido sucede en el último, soso, que cae varias veces. (Saluda Carretero
en banderillas). Hay detalles preciosos (un farol inesperado) pero la
faena no cuaja. Y falla con la puntilla. De todos modos, da gusto ver su torería. ¿Por qué no podrá hacerlo el público de Sevilla, tan dado a esa estética? ¡Quién sabe!
Dos bandas de música
Un detalle singular: coinciden, en la Plaza, dos bandas de música: la Filarmónica de Olivenza, muy buena, y la sevillana del maestro Tejera, siempre magistral.
De Domingo Ortega se decía que era un «domador de toros bravos»: con suavidad de terciopelo, trazando sus famosos «ochos», lograba dominar a reses muy difíciles.
Es lo que ha hecho esta tarde, una vez más, Ponce. ¿Algún otro torero,
en el escalafón actual, es capaz de hacer «eso»? Sin exageración alguna,
creo que no. Saben hacer otras cosas, desde luego, pero lo que ha hecho
hoy el valenciano, no. Los caminos del arte de torear –de
cualquier arte– son muy variados pero dominar plenamente a un toro
deslucido, sacándole mucho más de lo que parecía tener, es el secreto de la lidia clásica. A los 25 años de alternativa, una vez más, en Olivenza, Enrique Ponce se merece ese título, reservado a los más grandes: «Domador de toros bravos». Y en Sevilla, como es lógico, podrán verlo dos tardes...
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