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domingo, 22 de abril de 2018

EL PARAISO DE LOS MARAÑONES

Jesús Enrique Colombo,  César Vanegas y  Eduardo Graterol

Fortunato González Cruz 

Presidente del Círculo Taurino Amigos de la Dinastía Bienvenida. Capítulo Venezuela 
Cuando despuntaba el día comenzamos el viaje por la fragosa y empinada vía que parte de la aldea Estanques, sube abriendo a la vista el paisaje de los llanos de El Anís y de La Alegría, nos enseña Chiguará como colocado en un púlpito, trastumba la primera cumbre para bajar a El Molino, uno de los pueblos encantados del sur merideño, sube hasta alcanzar la altura del llamado Páramo del Motor, porque en una anchura del camino le hicieron un pedestal al motor que movió el primer jeep que llegó a Canaguá. Allí debería colocarse un monumento a Eustorgio Rivas, quien manejaba aquel vehículo con un montón de gente atrás empujando cuando era necesario, la más de las veces.

A la entrada de “Los Marañones” hay dos galpones y allí mismo unos corrales, un brete y el embarcadero de las reses. En los corrales estaban dos toros bravos y un pequeño grupo de personas que hacían lo necesario para meterlos en el brete, despuntarlos  y conducirlos a los corrales y chiqueros de la placita de tientas. Allí se afanaban el propietario de la finca, Jesús Colombo y su hijo Jesús Enrique, el veterano torero de Seboruco César Vanegas, el torero subalterno Eduardo Graterol y algunos trabajadores. En aquellas alturas donde la neblina baja a lamer el kikuyo y jugar al escondite con las reses, presenciamos cómo Jesús Enrique Colombo, nuestro gran torero, que se asoma como una esperanza de tornar a los gloriosos tiempos de los Girón, demostraba su maestría en la sencillas faenas del campo y le hizo un bozal al caballo, enhebró las poleas del brete, despuntó los toros, corrió tras ellos al salir de los cajones hacia los corrales. Diligente y atento, estaba en todo y era el primero en acudir para ayudar a los demás y templar una cabuya, o abrir y cerrar una puerta.

Los Santa Colomas pastan en esas laderas. La ganadería “Los Marañones” sigue siendo la realización del sueño de Andrés y Graciela Velutini, con su casa andina construida con amor y buen gusto, con sus rosas y sus hortensias, sus placas que recuerdan tardes de gloria y ese aire encantado que huele al perfume de los fundadores de “Agua Miel”. En aquel vergel del Páramo de la Quebrada del Barro, en la divisoria de aguas de El Molino y Canaguá, se desarrollan nuevos proyectos que revalorizan el lugar y tienden a asegurar la continuidad de la obra fundadora de André Velutini y la ganadería del encaste salmantino. Los Belandria saben de eso porque guardan los valores de la estirpe que alguna vez se vino de Bailadores a aquellos ventisqueros, en sus venas hierve  la pasión taurina, conocen  la técnica y escuchan buenos consejos para tomar las decisiones más convenientes. Nos hablan con entusiasmo de sus planes y proyectos, de cómo hacer sostenible el mantenimiento de la ganadería brava y su mejoramiento genético.

Cuando contemplábamos el paisaje de la selva nublada andina con sus esbeltas maporas, adornada con las argentas perlas de los yagrumos,  tachonado de potreros, mi colega en la alcaldía de Mérida Carlos Belandria comentó: “esto es un paraíso”. Participábamos en la brega de meter los toros, novillos y vaquillas en los corrales de la más coqueta placita de tientas, ateridos de frío y deslumbrados por aquellos momentos de tanta  complacencia y valor estético. 

Completadas las tareas, todos estaban embadurnados de barro. Los toreros vistieron de campero y luego vino el despliegue de la bravura de las reses y el arte de los toreros. El de Jesús Enrique Colombo se manifiesta en el temple, ese apasionante ritmo lento, tenue, sublime, con energía y gracia como un aria de Bach o un cante por soleares. Jesús Enrique Colombo comprende el carácter del animal, busca el terreno, se para y manda con un sentido e intuición que me recuerda alguna tienta con Enrique Ponce. Monta el caballo y pica con presión. Y la espada fulminante ahorra la agonía. Comparte generoso su entrenamiento con Luis Rosales y Christian Rondón, muchachos de la escuela taurina de Mérida llenos de ilusión y hambre de aprender.
Aún siento viva la emoción de este encuentro en “Los Marañones”, con tantas personas  comprometidas en una labor que es dura pero apasionante, que augura nuevas energías para la cría del ganado bravo en tierras merideñas, para la gloria de nuestros jóvenes toreros, que ya ocupan lugares destacados en los carteles del mundo taurino

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