Esta es la historia de cinco venezolanos que estaban en la cima del mundo. Hasta que el mundo se les vino abajo.

Por Nicholas Casey, Megan Janetsky y
The New York Times
Esta
lección es ahora una realidad para una gran cantidad de personas, pues
se calcula que actualmente hay 25 millones de refugiados en todo el
mundo. Y más de cuatro millones de ellos proceden de Venezuela, donde la
economía ha colapsado en medio de la corrupción y la mala
administración de un régimen cada vez más autoritario.
En
entrevistas recientes, cinco venezolanos hablaron con detalle sobre lo
que han dejado atrás, lo que lograron llevar consigo y aquello que
sienten haber perdido para siempre.
“Ya no soy el mismo de antes”, dijo uno de ellos.

Angela Ponce para The New York Times
Chiquinquira Fleming
Soy una reina de belleza.
El pequeño poodle
miniatura que su futuro esposo le regaló. Los almuerzos distendidos de
domingo con su familia. Y la reacción de la gente desconocida que se
cruzaba en su camino.
“Yo salía a la calle y me sentía como una celebridad; la gente me saludaba porque me habían visto en la televisión”, dijo.
Chiquinquira Fleming tenía 18 años cuando
su carrera de modelaje despegó. Se distinguió rápidamente en el mundo
de los concursos de belleza y se coronó en un certamen internacional que
se llevó a cabo en 2014 en su ciudad, el adinerado centro petrolero de
Maturín.
Un año más tarde, a Fleming
le ofrecieron convertirse en la presentadora del segmento de noticias
internacionales de la cadena de televisión más grande de su estado. Se
despertaba antes del alba y empezaba a trabajar a las 7 de la mañana y
para el mediodía estaba en todas las pantallas del estado.
Por las
tardes dirigía Fleming Boutique, una tienda de ropa que abrió para
aprovechar la fama que iba ganando con el modelaje.
“Tenía todo profesionalmente: el mejor trabajo, mi propio negocio”, dijo.
La caída fue súbita.
Primero
llegaron los nuevos dueños del canal de televisión y despidieron a la
mayoría de los periodistas y a quienes trabajaban ahí, entre ellos a
Fleming. Luego las clientas desaparecieron de su tienda y la economía
cayó en picada.
“Entonces la gente no estaba comprando ropa”, dijo. “Necesitaban comida”.
Y pronto habría otra boca que alimentar en su propio hogar: Fleming, ahora de 23 años, estaba embarazada.
Al
mirar a su alrededor veía un país que había sido próspero en donde la
mortandad infantil ahora estaba por los cielos. Se hablaba de padres que
abandonaban a sus hijos conforme la comida iba escaseando.
Para ella, Venezuela estaba acabada.
Un
día frío del año pasado, Fleming estaba en un camino solitario entre
Ecuador y Perú. Le dolían los pies debido a los interminables kilómetros
que había caminado y llevaba a su pequeña hija, Camila Victoria, en
brazos.
Fleming
siguió caminando y se preguntaba qué había por delante. Resultó que lo
que había era un barrio popular en una ladera en Lima, a donde llegó por
fin después de cruzar a Perú.
Las
puertas del periodismo, que alguna vez tuvo abiertas de par en par en
Venezuela, se cerraron herméticamente en Perú. Finalmente encontró
trabajo vendiendo comida callejera.
A veces desea estar de vuelta en el país del que huyó. Allá al menos estaba en casa.
“Más
que nada, ahora estoy endeudada”, dijo. “Siento lo mismo que sentía
allá: la misma angustia, el mismo estrés. Contando monedas, pero ahora
sola”.

Ángela Ponce para The New York Times
Mahler Carrasco
Cuido a la gente.
Era
un búngalo de cuatro recámaras en un exuberante camino en un valle a
una hora en coche desde Caracas. De las paredes colgaban fotografías
familiares y en la cochera había cuatro autos y una motocicleta, esta
última había sido un capricho, seguro, pero eran buenos tiempos.
Mahler
Carrasco, hijo de un policía, había crecido en vivienda de interés
social. Solía maravillarse al mirar la casa que compartía con su esposa y
sus dos hijos. “Mi vida había cambiado tanto”, dijo.
Más
que un hogar era un sitio para refugiarse de Caracas, donde Carrasco
tenía un negocio de seguridad privada que cuidaba a las familias más
poderosas de Venezuela. Y le había costado mucho trabajo.
De
joven, Carrasco se unió al ejército y ascendió hasta convertirse en
miembro de la guardia presidencial. A principios de los 2000, luego de
un cargo como oficial de policía, fundó una empresa que proveía de
guardaespaldas a diplomáticos y ejecutivos extranjeros.
Cuando Venezuela empezó a batallar
económicamente, Carrasco, que cobraba en dólares estadounidenses, se
convirtió en el benefactor de su familia extendida y mandaba dinero a su
mamá y ropa y medicina a sus hermanos, hermanas y primos. Y aún así le
alcanzaba para su pasión: tenía un Chevrolet Malibú rojo y uno blanco,
una Ford Sierra de los ochenta y un Ford Fairlane 500 de los sesenta.
Pero
sentía que la violencia del país cada vez estaba más cerca. Carrasco
empezó a ir armado para protegerse a sí mismo, no solo a sus clientes. Y
luego se le acabaron los clientes pues los extranjeros se marcharon del
país.
“Empecé a vender lo que tenía”, dijo. “Fue un remate. Yo ya no era la misma persona”.
El búngalo en el valle ya no era un refugio. Quedarse en Venezuela ya no estaba era parte de la ecuación.
“Soldé las puertas y sellé todo”, dijo Carrasco. “Y dejé mi casa, así nomás”.
La familia huyó a la frontera y llegó hasta Perú. Después, el año pasado, Carrasco se enteró de que tenía cáncer de pulmón.
Como
era el único proveedor de su familia, consiguió un viejo carrito de
supermercado y empezó a vender jugo afuera del hospital donde recibía
quimioterapia. A veces estaba tan débil que apenas podía mantenerse en
pie.
Luego encontró trabajo como
guardián de barrio. No es lo mismo que en su empresa de seguridad, pero
le hace sentir que otra vez cuida de otros.
No hace mucho, Carrasco escuchó que unos
ladrones habían entrado a su viejo hogar y lo habían dejado vacío. A
veces piensa en cuán alto había llegado en su vieja tierra y cuánto ha
caído otra vez.
“Jamás creímos que podría haber otro cambio tan radical”, dijo.

Federico Rios para The New York Times
CINTHIA DELGADO
Soy empresaria.
El
esposo de Cinthia Delgado era un refugiado cuando se conocieron en
Venezuela en los años noventa. Acababa de escapar de Colombia y de la
matanza de Pablo Escobar. En Medellín, la ciudad que Juan Pablo Chalacra
dejaba atrás, los secuaces de Escobar recorrían las calles y
presionaban a los hombres para armarse y unirse a su lucha contra el
gobierno.
Pero en San Cristóbal, la ciudad fronteriza donde vivía Delgado en el lado venezolano, Chalacra encontró un refugio.
También encontró a Delgado.
Ahora
que lo piensa, Delgado recuerda haber trabajado como diseñadora
gráfica, haciendo bocetos de logotipos y tarjetas de presentación en una
empresa en la que el negocio prosperaba. Recuerda asados de sábado y a
sus mascotas, Lulu y Dolly. Pero lo que más recuerda es la casa que
compartía con su nuevo esposo.
Era una obra en construcción. Conforme la
familia extendida de Delgado iba creciendo, la casa también crecía y se
añadían pisos para primos, tías y abuelos. Los departamentos eran
modestos pero construidos al gusto.
“El mío tenía ventanas grandes porque me gustan las ventanas grandes”, dijo.
Sin embargo, al desplomarse la economía de Venezuela también se desplomó la fortuna personal de Delgado.
Cuando
Chalacra tuvo un accidente de motocicleta y se lastimó las piernas y la
espalda, el hospital no estaba en condiciones de hacerle la tomografía
computarizada que requería. Cuando hubo que operarlo, los doctores le
dieron una lista de compras que incluía guantes, sutura y antibióticos.
Al
igual que Chalacra décadas antes, Delgado cruzó la frontera en 2018 con
los bolsillos casi vacíos. Ella y su hijo de 22 años llevaban solo ropa
y suficiente efectivo para comprar los boletos para el autobús que los
llevaría a Medellín, donde Chalacra preparaba su hogar.
Al
principio Medellín le daba miedo a Delgado. Todo lo que sabía de su
nuevo hogar en los Andes eran las anécdotas terribles que su esposo le
había contado de la era de Escobar. “Pasé casi un año sintiendo que
estaba a punto de llorar”, dijo.
Pero como su esposo era colombiano, al menos tenía hogar.
Aun así, Delgado tenía mucho que aprender.
Intentó
trabajar en un restaurante. Intentó cuidar a los niños de una familia
más adinerada, su primer empleo como trabajadora doméstica.
Cuando su esposo empezó a vender comida en la calle, dijo, lloró. Cuán bajo habían caído, dice que pensó.
Su esposo, un refugiado con más experiencia, la corrigió. “Me dijo que este trabajo no es deshonroso”, dijo.
Ahora a Delgado puede vérsele junto a él.
“Me dijo: ‘Mi amor, tenemos que trabajar. La comida no nos va a estar esperando. El hambre tampoco”.

Andrea Calabrese
Soy violinista clásica.
Su
violín era italiano y cuando era niña en Caracas soñaba que tocaba a
Beethoven enfundada en vestido de noche en una sala de conciertos.
Considerando la familia de la que venía, no era un sueño descabellado.
La madre de Andrea Calabrese era
profesora de viola y su padre era un compositor y director muy conocido.
“Algunas familias van al parque los domingos”, dijo. “Nosotros íbamos a
los conciertos”.
La primera vez que
tomó un violín tenía 10 años; ensayaba escalas musicales después de
hacer la tarea. El matrimonio de sus padres terminó cuando ella era
pequeña, pero el proyecto de vida de ambos—criar a una hija música—
continuó.
Su madre, Joyce, le enseñó
pacientemente a tocar entre un estudiante y otro. En las noches la niña
veía a su padre componer trabajos para orquesta en su estudio. A menudo
él se detenía para contarle historias sobre la vida de los compositores.
Pero
en sus ensayos de orquesta las costuras ya empezaban a notarse. Los
músicos pasaban meses sin cobrar y muchos abandonaron el país.
Las
marchas contra el gobierno empezaron en 2017 y muchos músicos
participaron, algunos incluso llevaron sus instrumentos para tocar en
medio de los perdigones y el gas lacrimógeno. Calabrese recuerda el día
en que uno de ellos, de apenas 18 años, cayó muerto por una bala de la
policía. Tocaba la viola, el instrumento de su madre.
El
camino a seguir quedó claro para Calabrese cuando, meses más tarde,
recibió la llamada de una amiga que dijo que se iba para Buenos Aires.
Entonces se dio cuenta de que para ella también se había acabado la vida
en Venezuela.
Alcanzó a su amiga en el aeropuerto.
Calabrese abandonaba su país pero no su sueño. El violín italiano estaba entre las pocas pertenencias que empacó antes de irse.
En
Argentina un amigo la recomendó para una orquesta local, pero el sueldo
no cubría el alquiler y la comida. Así que Calabrese renunció y buscó
público en otro lado. Se levantaba a las 4 de la mañana y tocaba en la
estación 11 del metro de Buenos Aires y vivía de las monedas que le
daban.
“En tres días ganaba lo que ganaba con la orquesta en un mes”, dijo.
Pero otros músicos, algunos de ellos venezolanos, tuvieron la misma idea y las ganancias de Calabrese se vinieron abajo.
Hace poco guardó su violín y se puso a trabajar detrás del mostrador en un restaurante italiano del centro.
El hecho de ir a un concierto ya es un
lujo, pero fue a la actuación de una soprano de Venezuela, Mariana
Ortiz, que se presentaba en el célebre Teatro Colón de Buenos Aires.
“Tantas veces que cantó ella en la orquesta de mi padre”, dijo Calabrese. “Pero también se fue del país”.

Federico Rios para The New York Times
Leonardo Pérez
Dirijo un gran consultorio médico.
El doctor Leonardo Pérez alentaba a su paciente al oído con la calma de quien ha traído al mundo a miles de bebés.
Pero ya no estaba en el consultorio boutique
que alguna vez tuvo en Venezuela. Ahora se encontraba en una pobre
ciudad desértica de Colombia repleta por refugiados venezolanos. Un
“cementerio de inmigrantes”, como le decían algunos del personal.
El
hospital no disponía de analgésicos así que alguien le había puesto un
trapo en la boca a la joven que estaba junto a Pérez para evitar que se
mordiera la lengua al dar a luz.
A su alrededor había de todo, excepto calma.
El hospital estaba en Maicao y la
paciente tenía un embarazo de alto riesgo. Pero estos días, la mayoría
de las mujeres que llegan al hospital presentan embarazos de este tipo.
Parece que siempre hay más, pues más y más venezolanos buscan en
Colombia un refugio de la inestabilidad de su propio país.
El doctor Pérez es uno de ellos. Vive la vida montado en la frontera, con una pierna en cada lado.
Dos
semanas al mes vive solo en Maicao, en un apartamento pequeño junto al
hospital desbordado, donde pasa largas horas laborando para enviar todo
el dinero que puede a su familia en Venezuela.
Pero estos días apenas si reconoce su
ciudad: Maracaibo está envuelta en crimen, hambre y una creciente
sensación de pavor. Él recuerda cuando era una comunidad de
restaurantes, centros comerciales y cines, pero sobre todo, recuerda
cuando era verde.
“Ahora es marrón, ahora es seca”, dijo. “Ya no hay ese verde que es vida”.
El doctor Pérez recuerda que su consultorio también se fue secando.
Había
sido discípulo de un obstetra muy afamado y al ir ganando reputación se
enorgullecía de ir entrenando a jóvenes médicos para que siguieran sus
pasos.
Ahora, las fotografías con sus antiguos estudiantes en mascarilla y pitufo cuentan la historia de todo lo que ha cambiado.
Cuando al fin consiguió
permiso para volver a ejercer la medicina, el gobierno de Colombia le
puso límites estrictos a las actividades que podía desempeñar y le
prohibió hacer uso de las habilidades como cirujano ginecológico por las
que era conocido en su país.
“Hay tanto que yo podría hacer”, dijo, frustrado.
Un
“cementerio de inmigrantes”: las palabras le dan terror al doctor
Pérez. ¿Qué le pasará a sus seres queridos si se ven obligados a cruzar
también la frontera?
Así que sigue trabajando para mandarles dinero.
“Soy
un prisionero”, dijo e hizo una equis con sus muñecas, como si las
tuviera esposadas. Vestía mameluco y el gorro médico de camuflaje que
había traído de Venezuela. “No solo he perdido la esperanza, he perdido
la fe. Yo ya no soy el mismo de antes”.
Nicholas Casey reporteó desde Medellín; Megan Janetsky, desde Maicao, y Andrea Zarate, desde Lima.
Nicholas Casey es reportero de política estadounidense. Anteriormente fue el jefe del buró de los Andes, con sede en Colombia. @caseysjournal
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