sábado, 10 de mayo de 2014

Juan del Álamo, a un paso del cielo de Madrid

«¿El colmo de un ganadero? Que embista el sobrero». La guasa me la suelta un amigo vía whatsapp, mientras aplaude con los iconos del entusiasmo la faena que Juan del Álamo ha brindado a su madre. Como la ídem lo parió, al desnudo, había planteado la obra con la que logró la primera oreja de San Isidro. La conquista llegó frente a un sobrero de Vellosino, con hechuras nada bonitas y aires de corraleado en los primeros tercios. Huido, costó un planeta afianzarlo en el capote. Pocos apostaban por el remiendo. Salvo uno: el torero. Tan claro debió verlo que dedicó el brindis a la señora que lo trajo al mundo. En nombre de ella apostó de principio a fin. Las dobladas de poder para ahormar y sujetar la embestida hicieron creer a los ateos del tal «Inclusero». Con el compás abierto y en la distancia media se plantó ante el cinqueño, que acudió a las telas con transmisión. Sin ser un dechado de clase, metía la cara y a veces el hocico pespunteaba la arena.

Del Álamo, entregadísimo y asentado de verdad, enseñó la madurez de su juventud y esa inteligencia que se gana no sin pocos sinsabores. Atornillado siempre y creyéndoselo, dio su sitio al toro. La clave del éxito: dejar siempre la muleta puesta y conducirlo en redondo muy embebido, con mando y temple, mente y corazón. La ligazón surgió mientras barría la tierra con profundidad. ¡Bendita sea! A derechas se cimentó la obra, pues por la zurda se rebrincaba más. Y por la mano de la escribanía dejó una pieza final de gran altura. El espadazo coronó la victoria. El trofeo se cinceló con oro de ley.

La Puerta Grande, al fondo

El salmantino miraba de reojo a la Puerta Grande. Y a milímetros del cielo de Madrid se quedó. Solo la espada se interpuso en ese camino celestial. Porque no se podía estar más auténtico con el último, en el que Óscar Bernal dio espectáculo en varas en medio de una lujosa ovación. Soberbio sería luego el comienzo por bajo de su matador. Poderoso y torero. Abandonado en cuerpo y alma, en una trinchera el toro de Martín Lorca le propinó un volteretón de órdago mientras se obraba otro milagro en Las Ventas. Como un boxeador noqueado, se aplomó sobre la diestra tirando de «Quinto», que así se llamaba este sexto. Cada vez desarrollaba más genio y guasa el rival. No le importó al de Ciudad Rodrigo, que siguió con la misma disposición y con ese valor natural, de muchos quilates, epilogado con manoletinas de lexatín. Pero el acero falló, que ya está escrito... Aunque no salió a hombros, sí entró por la Puerta Grande del corazón capitalino y brilló a años luz de sus compañeros.

Porque Ángel Teruel, con esa torería añeja que gusta a los viejos aficionados, no acabó de dar el paso al frente. Verónica y media con aroma al primero, que parecía portar calidades pese a sus justas fuerzas. Fernando Téllez le sopló un gran par antes de que el hijo del maestro de Embajadores se doblara con aires antiguos en el principio. Anduvo con su aquel, con empaque, pero demasiado al hilo. Y el toro se apalancó, tal vez porque el madrileño apenas cruzó la línea. Con el desfondado cuarto de la corrida de Martín Lorca, que lidió un conjunto noblote y de baja casta, anduvo con demasiadas precauciones. Quiso resarcirse con un quite del perdón, entre la división de opiniones...

Miguel Tendero, que sustituía al herido David Galván, no pudo reeditar su reciente triunfo. Lo intentó con un lote muy deslucido, contagiado del bochorno, algo mecánico y sin emoción. Toda la había puesto Juan del Álamo, hecho un tío a carta cabal.

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