miércoles, 14 de mayo de 2014

Lentitud


Fernando Fernández Román

Obispo y Oro


Era de noche ciega cuando Joselito Adame, pian, pianito, avanzaba al hilo de las tablas  en busca de la localidad de barrera que ocupaba la Infanta doña Elena (acompañada de Isabel Flores, la hija de Samuel y esposa de Adolfo Suárez Illana), para brindarle la muerte del último toro de una soporífera corrida. Al público se le hizo eterna la cobertura del trayecto por el paso desesperantemente lento del mexicano. Posiblemente porque en Madrid desconocen que en México hacen de la lentitud la mejor compañera del triunfo, pitaron el acto del brindis. En México, para que lo sepan, cuando se quiere homenajear a los toros bravos se les premia con “arrastre lento”, y los toreros de por allá tienen como sello identitario de su toreo lo que se conoce como “el tempo”, que no es sino el ritmo o compás sostenido mediante la ralentización de los pases. Los mexicanos son gentes sin prisa. No les gusta la aceleración estresante que agobia a la sociedad de otros pueblos desarrollados, verbigracia, el nuestro. A un camarero (o mesero) mexicano le pides una copa y te responde invariablemente: “ahorita”. Y ya puedes esperar sentado. No es un defecto, al contrario, es una inteligente y envidiable forma de actuar ante la vida.

Pues eso, que iba Joselito Adame, entre grave y circunspecto,  con las lentejuelas de su vestido tabaco y oro espejeando a la luz artificial de los focos de la Monumental y todo eran impaciencias. Llevábamos dos horas y cuarenta y cinco minutos de corrida y el toro de La Palmosilla aguardaba, también parado, en el ruedo de Las Ventas para ofrecer las últimas embestidas en la anochecida, antes de pasar al limbo de los toros fofos. “Ahorita voy”, debió decirle Adame cuando recogió los trebejos, y tardó en ir al toro –brindis de por medio–  algo así como seis minutos de reloj. Digo yo que Joselito iría rumiando el por qué el presidente le había negado la oreja de aquél sobrero viejo, fuerte y bronco que hubo de lidiar como primero del lote, bajándole los humos en un muy torero comienzo de faena, por bajo, obligando mucho, sometiendo y marcando viajes con autoridad. Si después de torearlo con limpieza y firme asentamiento de pies, se raja el toro y se va a las tablas y el torero se mete temerariamente entre los tremendos pitones del de Torrealta, lo manda al tiro de mulillas con un volapié en todo lo alto y le niegan la oreja, ¿qué puedo hacer con este otro blandengue que me aguarda resignado en las afueras del ruedo?, diría el mexicano. Pues lo que hizo, estrujar al máximo el paupérrimo caudal de bravura y nobleza, antes de que el asfixiado animal se parara completamente ante el torero, cuando éste intentaba “manoletinearlo” en un epílogo lento, lentísimo, también. Tan lento como su manejo del verduguillo, cuyo acierto no llegó hasta el duodécimo intento.

Cuando la lentitud –la parsimonia constante– toma las riendas de una corrida, llega el aplomamiento general, la espesura indigerible. Había que estar en la plaza a esas horas, con la nocturnidad por agravante compañera. Había que tirar de memoria y de las notas del bloc para acordarse de que habían salido al ruedo nueve toros de cuatro hierros diferentes, de que Manuel Escribano no ha dejado huella en Madrid; o, peor aún, no ha dejado buena huella.  Ni en el “palmosillo” de la confirmación, una ruina de toro, ni en el sobrero de La Rosaleda de Pereda, el único toro con vitola de tal del muestrario bovino que hubimos de sufrir,  dejó constancia de las buenas expectativas que logró obtener la pasada temporada. Ofreció una imagen de torero bullidor, pero escaso de recursos, desangelado, espeso. Mal. Y estar mal, debutando en Madrid por San Isidro, puede ser un serio contratiempo.

Juan José Padilla, que toreó de capa primorosamente en la Maestranza de Sevilla hace tan solo cuatro días, también salió de Las Ventas cariacontecido. Tampoco tuvo toros, porque el “palmosillo”  de lidia ordinaria apenas fue picado y mostró una dulzura bobalicona, o sea, un contraestilo para el Ciclón de Jerez. Le pones a un ciclón una pelusa de biznaga y ya me contarán qué puede hacer con ella. Con el núñez  de González Sanchez-Dalp, estrechito de sienes, bajito de agujas y con dos agujas de hacer punto por pitones, tampoco se le vio a gusto. Ni a él ni al público.

Total, que cuando el reloj de la plaza señalaba las diez,  los toreos, capote de paseo al brazo, cruzaban el ruedo sin que apenas se les hiciera el menor caso. Un tropel de gentes parecía que huía, más que abandonaba el lugar de los hechos. Tres horas de corrida y la noche encima como una manta negra y espesa, aploman al más pintado, tan es así que apenas tiene uno ganas de ponerse a escribir sobre la lentitud y sus consecuencias en el aplomamiento de los toros y los públicos. En esas estábamos cuando nos encontró la luna. Fue entonces cuando pedí la cena. “Ahorita”, me contestaron. Todavía estoy esperando…



Madrid, plaza de Las Ventas. Feria de San Isidro. 6ª de abono. Ganadería: La Palmosilla, desigual de presentación, toda ella de exasperante flojedad. Devueltos a los corrales por esta causa tercero, cuarto y quinto, sustituidos por uno de Torrealta, viejo, encastado y bronco, hasta que se rajó, otro de González  Sanchez-Dalp, en tipo “núñez de Rincón, que embistió rebrincado y ofreció escasas embestidas aprovechables y otro de La Rosaleda, que fue el único fuerte y bravo de la corrida. Los tres restantes de  La Palmosilla apenas sufrieron en varas y se emplearon tan nobles blandos e insulsos. Espadas: Juan José Padilla (de celeste y oro con remates negros), pinchazo y estocada casi entera (silencio) y metisaca, estocada y cuatro descabellos (aviso y silencio); Manuel Escribano, que confirma alternativa (de sangre de toro y oro), buena estocada (silencio) y estocada caída (silencio) y Joselito Adame (de tabaco y oro), gran estocada (petición, aviso y vuela) y tres pinchazos y doce descabellos (dos avisos y silencio) Entrada: Tres cuartos escasos. Cuadrillas: destacaron en la brega Tomás López y Jarocho. Incidencias: asistió al festejo desde una barrera del 2 la Infanta doña Elena, a quien brindaron Padilla y Adame. También Padilla brindó su primer toro a Adolfo Suárez Illana, que presenció la corrida desde el callejón. Tarde primaveral, sin viento y de excelente temperatura.

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