miércoles, 6 de agosto de 2014

El 'crack' universal

El Cordobés revolucionó los 60 con su zurda sin topes, la personalidad inalienable, la sonrisa de lobo, la rabia y el valor; el 'Huracán' Benítez fulminó récords y fronteras


ZABALA DE LA SERNA
Crecí en el anticordobesismo más feroz que la prensa de aquella época recuerde. Campañas tremebundas de la escasa crítica independiente que luchaba a machete y estacazo por la regeneración y el guarismo, contra el sobre, el serrucho y el utrero. No me hubiera extrañado encontrar en casa cualquier día una diana con el retrato de Manuel Benítez 'El Cordobés' clavado a punta de dardos.

Con el transcurrir del tiempo, mucho, mucho tiempo, Benítez me explicaba su visión: "¿Era yo el único que mataba ese toro? Me esperaban las plazas de uñas. Pero llegué a Madrid y corté ocho orejas en dos tardes, y en Sevilla, un rabo. Lamenté la muerte de tu padre sin haber tenido ocasión de tomarnos ni un café. Nos hubiéramos entendido ahora retirados". No lo sé, pero siempre que escribo rendido al mito de Benítez brotan en mí sentimientos opuestos: el de una relativa traición y el de una justa 'vendetta'. No traiciono la causa noble de fumigar lo que rodeaba el cordobesismo, pero probablemente ejecute la venganza contra la enseñanza sesgada de un capítulo de la Historia del Toreo.

Perdí demasiados años entre el estéril debate de la ortodoxia y la heterodoxia, entre la discusión yerma de los galgos y los podencos, hasta alcanzar la conciencia de la dimensión universal del 'crack' que se me ocultaba: Manuel Benítez 'El Cordobés'. La década de los 60, explicada a través de iconos como Alí o los Beatles, no debería nunca olvidar al 'Huracán' Benítez que recorrió el mundo. Tres portadas de la época de la revista 'Life' lo certifican. Volatilizó los muros reduccionistas y endogámicos de la explicaciones taurinas y simplistas.

Aquí se saca el billete de ida y vuelta del presente al pasado. La máxima de que el tiempo sitúa a cada quien en su sitio se ha cumplido con esplendor y memoria con El Cordobés en este 2014 con tributos de espoleta retardada. A principios de abril, como si Santo Tomás necesitase meter los dedos en la llaga, el V Califa casi octogenario arrasó en el festival contra el cáncer en su tierra. Otra vez 'Huracán' Benítez en la calle y en la plaza. De nuevo las masas aclamando al ídolo, como aquellas de la vieja España en blanco y negro que ya llevaban al torero de rebelde flequillo a hombros desde el hotel plagado de madres sin escrúpulos con sus hijas en celo en busca de la semilla del diablo. Repicaba el eco de su izquierda sin topes en la Córdoba del siglo XXI, la personalidad inalienable, la quietud impertérrita, la sonrisa de lobo, el imán popular de aquel descamisado muerto de hambre que en el 57 se tiró de espontáneo en Madrid con el traje que se había alquilado con el dinero del hijo de su patrón de obras.

Tico Medina captó el personaje fenómeno de masas, antes que Lapierre y Collins en el guión de 'Aprendiendo a morir' (1962)
No se recordaba ya la personalidad de un hombre fuera de todo catálogo. Cumplió 78 años el 4 de mayo y volvió 16 días después a desbordar por las tejas Las Ventas en el homenaje conmemorativo de su confirmación de alternativa, 20 de mayo de 1964: el país se paró por completo en pleno desarrollismo ante la caja tonta de los bares a falta de aparatos en casa. TVE retransmitió el acontecimiento sobre un ruedo encharcado de agua y sangre finalmente.

Al año siguiente, en 1965, batió todos los récords con 111 corridas en una temporada; 121 en 1970. "Una locomotora, yo tiraba de todo el tren de la Fiesta, de todos los vagones. Conmigo había para todos [empresarios incluidos]", decía en mi entrevista de 2012 en la que se declaraba Papa del toreo: "Si a algunos Dios les tocó con la varita, a mí me cogió en brazos". Para cumplir con el ingente número de contratos firmados, Benítez utilizaba su propio avión bimotor. Dormía todos los días en la misma cama, en el hotel Alameda de Barajas, centro de operaciones desde donde trazaba con su piloto el plan de vuelo. O él mismo se hacía con los mandos. Aprendió en América por la necesidad de cubrir las grandes distancias de México, por pura genialidad, intuición y supervivencia: "¿Y si se me duerme el piloto, qué hago?" La avioneta le valdría al maestro Raúl del Pozo para hacer piruetas literarias en el libro 'Un ataúd de terciopelo', que Benítez aún maldice.

Fenómeno de masas, terremoto social de impacto internacional que Gerald Ford quería conocer, Bob Kennedy abrazar y Gina Lollobrigida tirar. Lo descubrió en los albores de los 60 Rafael Sánchez El Pipo, el Don King del toreo, el negociador de los primeros grandes dineros cobrados en billetes chicos para que abultaran más encima del camastro del hotel: "¿Para quién es todo esto, don Rafael?" "Para ti, Manolo" "¡Coja usted la mitad!" "Quédatelo todo, que ya llegará el día en que me reproches hasta la comisión". Y agarró Benítez la lana y corrió a comprar la casa de su hermana en la vasta obra de Dominique Lapierre y Larry Collins: '...O llevarás luto por mí'.

El Pipo se había sacado de la manga en el 61 el festival 'Pro Vivivienda del Necesitado' en El Pardo con el general Franco y doña Carmen Polo en la presidencia de la placita portátil y El Cordobés subiendo y bajando 15 o 20 veces como un pelele entre los pitones del becerro. El festival que les valió a algunos para deformar políticamente al robagallinas aquél, preso tantas veces por la ley de vagos y maleantes, tieso como la mojama, como juguete del Régimen franquista. Fascinó la impericia del ya afamado novillero, el valor, la rabia y el arrebato para regresar a la reyerta y la polvareda. El NO-DO y luego la película Aprendiendo a morir lo catapultaron de la mano del guión de Tico Medina. Tico lo captó antes que Lapierre y Collins.

La vida de El Cordobés no da tregua. Su dilatado corazón de tanto huir por los sembrados le favorece en las alturas americanas: donde otros se ahogan Benítez hace el salto de la rana, brinca y corre con esportones de trofeos en las manos. Se hace dios en México pero se le nombra poco a la hora de repasar los mitos de la afición azteca. Monta con Palomo la guerrilla en el 69, y rinde al empresariado en Villalobillos sobre una almohada: un 'kilo' por tarde. Antonio Ordóñez se negó siempre a torear con él, y Antonio Bienvenida le concedió la alternativa. El autodidacta de los ruedos nunca encontró espejo. Ni nadie que se le pareciera. Su elástica zurda dejó atrás al batracio, las banderillas partidas al quiebro, el capote de las rebanás. Y ahora que ejerce de zahorí, las temporadas merman y las plazas se vacían, se le recuerda. No por estar tocado por la varita ni por ser aroma de torería, sino porque Dios lo cogió en brazos. Y esto lo firma el hijo del más demoledor y duro anticordobesista, que dignificó el oficio de escribir de toros.

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