Antonio, Chenel, 'Antoñete', el maestro del mechón blanco que enamoró Madrid en los 80; redescubrió las distancias, la vital colocación y enseñó que torear es verbo que empieza antes de.
Antoñete sentía veneración por la Virgen de la Paloma y cada tarde en Las Ventas pasaba por la capilla a saludarla. |
Algunas tardes de este verano asfixiante todavía Antoñete se enciende un pitillo. Canal Plus Toros repone con cierta frecuencia la alternativa de Mari Paz Vega en Cáceres en septiembre del 97, y cuando aún no ha concluido la retransmisión Antonio Chenel ya ha sacado del bolsillo de la chaqueta beige el cigarrito que entre los dedos de su mano izquierda quebrada juguetea inquieto a la espera de la llama. Hay personajes inseparables del tabaco aun en tiempos de limpieza étnica de fumadores. Como no se concibe a Humphrey Bogart sin una atmósfera de humo, no se entendería a Chenel, el torero del mechón blanco y los pulmones negros, sin el Marlboro en la comisura de los labios. En la angustiosa espera del portón de cuadrillas de Madrid, entre toro y toro, entre mujer y mujer, entre copa y copa o entre burlanga y burlanga. Para todo había dado la vida de Antoñete hasta Karina, el puerto de atraque último de un barco que en la cresta de la ola duraba un suspiro para bajar a la playa de la melancolía y la bohemia y el olvido.
«Antoñete apenas había conocido la fortuna, conoció famas efímeras y ni siquiera podía aspirar a la gloria. No era imputable al toro, ni a su arte, ni a su valor, ni a la suerte repartida caprichosamente en el ruedo. El mal estaba dentro de su cuerpo», escribió José Carlos Arévalo, sabedor de los huesos de cristal de Antonio, la estructura descalcificada que se partía en cada golpe, en cada voltereta, en cada giro sobre un pitón. La hambruna de la posguerra había causado estrágos en la frágil osamenta de aquel crío que nació en la calle Goya y que pronto se trasladó a vivir con su cuñado Paco Parejo, mayoral de Las Ventas. Antoñete aprendió a leer en los ojos de los toros, en los corrales de la plaza y en el ruedo de los sueños. Los toreros de la época entrenaban de salón allí, ante la mirada de los graníticos tendidos vacíos imaginando masas enronquecidas, oles jondos y gargantas de arena. Antonio los observaba, les plegaba capotes y muletas, les hacía embestidas de bravura de la buena, mala o temperamental y les oía. Fundamentalmente les oía.
Superadas las duras pruebas de su cuñado Parejo con novillos fuertes, Chenel ascenció hasta la cúpula de la novillería de los duros 50 y descubrió en uno de sus viajes a Bilbao el gran hallazgo de su vida: la merluza de pincho. En el Madrid canino en el que creció Chenel no se tenían noticias ni de la especie. El hambre se mataba con el tabaco de picar que Antonio sacaba de entre colillas y con los infantiles atracos a los camiones de frutas que se ahogaban con la cuesta arriba de la calle de Alcalá.
En aquel Bilbao señorial gozó de las mieles, como en Barcelona, como en el Madrí de su alma. Lo del ineludible toro blanco de Osborne del 66 suena ya muy rayado por repetido, más que el toro de Félix Cameno que lo reflotó en un verano desesperado de contratos.
La religión del antoñetismo quedó revelada definitivamente desde el monte de Las Ventas del Espíritu Santo en los 80: «En verdad os digo...» Antoñete volvió a su casa, su plaza, su ciudad, en 1981 desde el exilio en Venezuela. Traía un hatillo sencillo, la madurez de la cincuentena vivida, fumada y noctámbula, la torería añeja y la sabiduría sepia de toros y terrenos macerada en la barrica de la derrota. Vuelta a lo clásico, al tronco de empaque de Rafael Ortega/Ordóñez. Antonio Chenel no toreaba como toreó en los 50, 60 y 70. El toro ahora es otro, las facultades también y el secreto de la geometría y la colocación se antojan vitales. El torero del blanco mechón y los pulmones negros redescubre a los públicos las distancias, su máxima de «pronto y en la mano», la torería, y enseña que torear es verbo que empieza antes de.
Lo más auténtico y bello que se ha escrito de Chenel brotó del sentimiento de Agustín Díaz-Yanes: «Para Antoñete sólo había una manera de torear y de vivir. Porque en el arte como en la vida no cabe la traición. Y Antoñete nunca se traicionó y nunca nos traicionó. Por eso le llamamos maestro, por eso le respetamos. Porque cumplió la máxima del oráculo griego: la vida consiste en llegar a ser lo que eres. Sí, Antoñete es de los pocos elegidos que tuvo la suerte de llegar a ser un TORERO. Y en su mano izquierda estaba el paraíso». Chenel nunca ostentó galones de figura, fue menos y mucho más que eso.
Aquel romance de los 80 que rejuveneció el toreo a una edad entonces inverosímil se trasladó a la calle y la noche: la conquista de Charo López entre Los Gozos y las sombras, la seducción de nuestra Ava Gadner, nos rindió por completo. Hace tres años todos los recuerdos se agolparon en su capilla ardiente cuando Charo pasó callada y discreta. A los pies de Antonio, el capote con la Virgen de la Paloma, su Palomita. Y otra vez se escucharon gargantas de arena por la Puerta Grande de Madrid.
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