Golpe de autoridad de López Simón con un paso más para ser figura con una corrida de Jandilla con aspereza y disparo; esfuerzo sin recompensa de un asentado Moral y desdibujado Padilla
MARCO A. HIERRO
A uno que dice que quiere ser figura no le vale otra cosa que torear o morir. A uno que rechaza campañas diseñadas para ganar dinerete sin pasar fatigas en favor de continuar siendo dueño de su destino no le vale otra cosa que entregar la vida para que nadie, ni siquiera el sistema, le prive de su libertad. A uno que tiene claro que la verdad del toreo vive tres calles más allá de los tópicos no le vale más que buscar su felicidad.
Llegó López Simón a Pamplona entre los ecos de su apoderamiento, entre los dimes y diretes de los que ya le tienen en cuenta porque llega con verdad. Llegó con la mente puesta en encontrar el camino fácil que, al contrario de lo que parece, está en torear o morir. Cuando un tío ha decidido que la vida está para entregarla a este rito, el rito cobra todo el sentido para el que nació hace tantos siglos. Y ese es el camino para hacerse rico, apostando por la independencia de una muleta, una espada y nada más que perder que el sueño de toda una vida, que también se antoja suficiente para ganar.
A la corrida de Jandilla le sobró carbón para alimentar los altos hornos del norte, aspereza para limar a los valientes y seriedad para afligir a los hombres. Tanto mejor para entregarse al toreo; hoy valía todo una perra gorda más. Por eso no probó Simón embestidas ni se recogió el valor del suelo cuando apareció el castaño Delta en tercer lugar del encierro. A torear a pies juntos la llegada impetuosa, la embestida rebrincada, la cólera encendida de un toraco de Pamplona sin pulso para alterar cuando una firma y un trincherazo se adueñaron de la feria. A él se entregó Alberto sin guardarse ni el aliento. A él para que le devolviese todo lo bueno que fuera capaz de dar. Y fue agradecido el animal para arrancarse con viaje al cite de un torero hundido, enterrado en el suelo por el peso de su propia importancia. Allí voló la diestra segura, imponente, poderosa y sutil para embarcar voluntades y azuzar celos mientras le pasaban los pitones junto al cuello o los muslos sin que mudase la color. Fue trasteo macizo y rotundo, de los que no dejan dudas a los indecisos, a pesar de que cayese la espada dos dedos por debajo del calibre de medir. Fue torear o morir. Lo demás no tiene importancia.
Porque no fue el sexto cuatreño para torear, pero sí para ofrecer de nuevo la vida al sagrado rito. Al inmenso toraco de Vegahermosa, de embestida recta y pechuda, le sopló dos chicuelinas donde no cabían verónicas y le firmó con una media de talón enterrado donde pesan más los toros. Ya cuando se encaminaba a los medios, para brindar al mundo la entrega de su verdad, caminaba parsimonioso Alberto, cual portador de una ofrenda. En la arena se hundió Simón para entregarse a Farruca y a su propuesta cabal de torear o morir. Porque no se entrega Alberto con la desesperación del tieso, ni con la ignorancia del novato, sino con la consciente sabiduría de quien pone en juego lo único que tiene. No fue de torear la faena a este sexto, porque no tuvo viaje, ni gracia ni condición. No fue de torear, no, pero sí de ofrecer la vida, y no existentes muchos sacerdotes en este rito que acepten la ofrenda con tanta verdad. La fulminante estocada que voló certera selló su carta a la gloria. Y las dos orejas, su incontestable actuación.
Le tocó sufrir a Pepe Moral una tarde de silencios que no reflejan su verdad. No lo hacen porque desbarató el acero su seco valor para enterrar talón con la devanadera de cara suelta que saltó segundo, atolondrado y repetidor sin más virtud. Le tocó apretar el diente a Pepe en su segundo San Fermín, pero sin renunciar a su idea de salir siempre a torear. Incluso cuando el medidor quinto le negó la posibilidad y tuvo que hacer el esfuerzo de morir rayó Pepe a más altura que los desdibujados silencios que le adornan hoy la ficha.
Caso distinto fue el Padilla que se vistió de luces hoy. Tiene el jerezano costuras suficientes para que le supure el oficio del aliento mismo, pero ya no le acompañan facultades ni físico cuando le exigen los toros con los que antes lucía. El ejemplo que siempre ha sido el Ciclón, de la máxima entrega en cada tarde de toros, ya no raya a la misma altura cuando le vienen zumbando con entregas de más peso. Intentó sobreponerse Juan José a la llegada por dentro del exigente primero, emotivo para la apuesta pero costoso para taparse. Lo intentó con la llegada pechugona de un cuarto que embistió con todo lo que le quedaba después de brearlo en varas. Y ni con uno ni con otro dio Padilla con el Pirata de Pamplona.
Ya se había entregado este ruedo a la verdad serena y segura de un maduro López Simón que sabe que está en su mano alcanzar el Olimpo del toro. Y ha dado con la tecla justa de torear o morir. Pero no todos son capaces de entregar la vida a un toro; para eso hay que nacer.
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de Pamplona. Feria de San Fermín, tercera de abono. Corrida de toros. Lleno en los tendidos.
Toros de Jandilla y Vegahermosa (segundo y sexto), serios de presencia y de imponente estampa. De áspera movilidad el exigente primero; una devanadera de cara suelta el atolondrado segundo; repetidor sin clase el agradecido tercero; áspero y exigente con poder el cuarto; protestón y medidor de corto viaje el quinto; corto y deslucido el remiso sexto.
Juan José Padilla (blanco y oro): silencio y silencio.
Pepe Moral (verde botella y oro): silencio tras aviso y silencio.
López Simón (marino y oro): oreja y dos orejas.
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