Aficionados o no, muchos donostiarras con los que hablo me
comentan que están llenos los hoteles, los restaurantes, los bares, los
comercios. La vuelta de los toros ha traído a la ciudad a turistas de
muchas ciudades de España y Francia, ha dado más brillo –el que siempre
tuvo– a su Semana Grande.
En la primera corrida, casi tocando la entrada por la
Puerta Uno, un centenar –no más– de personas, contenidos por la fuerza
pública, insultaban a España, a la monarquía y a la Tauromaquia. (La
unión de los tres elementos es significativa). Llamaban «asesinos» a los
diestros y a los miles de personas que disfrutaban pacíficamente de la
libertad de acudir a su espectáculo favorito. (Y a los novecientos mil
que la vieron por televisión). A algunos espectadores les he escuchado
proclamar: «Yo soy español, monárquico y taurino: ¿qué pasa?» ¿No tienen
derecho a existir los que así opinan?
Lo peor no es que algunos los insulten sino que se les
permita hacerlo en la puerta misma de la Plaza, violando una norma del
Ministerio del Interior, de obligado cumplimiento en toda España, para
que mantengan una distancia. Me comenta un notorio aficionado: «Cuando
falla la autoridad, mal vamos».
Vamos mal... pero vamos. En el segundo festejo de esta
nueva etapa, Illumbe ofrece también una excelente entrada. Hermoso, El
Juli y Perera cortan cada uno un trofeo. La flojedad y falta de casta de
los toros de Bohórquez y Garcigrande impide mayores cotas.
Hermoso de Mendoza recorta con precisión al primero,
noblote, que flojea. Ha brillado más al torear que al clavar, muy
desigual. El cuarto es justo de fuerza y casta. Se luce Pablo en la
hermosina, usando alternativamente el haz y envés de la «muleta» (el
caballo) pero el toro se desploma. El par a dos manos levanta el
entusiasmo y acierta con un rejonazo fulminante: oreja.
El primer garcigrande flaquea ya de salida. El Juli
aprovecha las nobles embestidas para ligar muletazos mandones, con la
figura algo encorvada, a un toro que sale de las suertes
desentendiéndose. Mata con salto, la espada queda trasera y desprendida.
Una faena de mucho oficio: oreja y ovación a un toro que «se ha dejado»
(¡horrible «palabro»!). Igual flojera tiene el quinto, apenas picado,
que llega corto y gazapón a la muleta. Julián lo lidia con técnica pero
no cabe faena lucida. Vuelve a cazarlo en una estocada con salto.
La faena más seria
También es flojo el tercero pero le deja a Perera capotear
con calma. Le pican tan poco que surgen protestas y, aún así, rueda por
la arena. Exige el presidente que se pique algo a la res, una maquinita
de embestir, si tuviera fuerzas. Comienza de rodillas, muy seguro; traza
muletazos largos... mientras el toro aguanta. Torea bien pero con muy
poco toro y eso quita importancia a la faena, rematada con un espadazo.
El último canta su mansedumbre desde el comienzo, cabecea en el caballo
(se ovaciona a Francisco Doblado), es reservón, incierto. Perera lo
brinda al público y se muestra muy firme, mandón, valiente; traga mucho
al natural, está a punto de ser cogido un par de veces. Es la faena más
seria y meritoria de la tarde, rematada con una estocada: justa oreja.
No son asesinos Hermoso de Mendoza, El Juli y Perera sino
cultivadores, con enorme riesgo (¿hace falta recordar ahora a Francisco
Rivera?) de un arte con raíces muy antiguas y profundas en el pueblo
español: algo que sólo los muy ignorantes y sectarios pueden desconocer.
Además, son trabajadores que actúan en un espectáculo totalmente legal,
tienen todo el derecho del mundo a que se les respete su actuación;
también, que se respete a los que han pagado su entrada para
presenciarla.
No, no son asesinos sino artistas: así lo han demostrado,
una vez más, esta tarde, en Illumbe. Pero necesitan toros con más
fuerzas y casta para que su arte conjugue la estética con la emoción.
Postdata.
Gabriel Celaya, un importante poeta guipuzcoano, de Hernani, no era
ciertamente de derechas. Se le conoce por su nombre literario; el
auténtico era Rafael Gabriel Múgica. Suele olvidarse lo de Rafael: se lo
pusieron como homenaje a Rafael el Gallo (él se lo confirma así a
Gerardo Diego). En algún poema, canta la trascendencia vital del toreo:
«Soy un ibero / y, si embiste la muerte, / yo la toreo». Un vasco más,
gran aficionado a los toros.
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