Rafaelillo corta una oreja de ley; Javier Castaño reaparece con gran dignidad tras superar un cáncer de testículos
Rafaelillo brinda su segunda faena a Javier Castaño - Raúl Doblado
ANDRÉS AMORÓSSevilla
Sale el Sol para despedir la Feria y para saludar a los toros de Miura. Es –como la de ayer, pero de otro signo– una jornada singular. La atención se centra en los toros. “Clase de festejo: Miura”, rezan las entradas. Para el aficionado, basta y sobra: “Miura”. Desde que la creó don Juan Miura, en 1842, esta ganadería se ha mantenido fiel a su encaste y en manos de la misma familia: un ejemplo de tradición viva. (La reciente visita a la casa Miura de Don Juan Carlos ha tenido, también, algo de justo homenaje a esa historia).
Dice, ahora mismo, Antonio Miura: “Veo fotos en casa de hace ochenta años; luego, me voy a cualquier cercado de la finca y esos viendo esos mismos toros en vivo. Seguimos criando el mismo animal. Cuando dejemos de lidiar ese toro que nos ha caracterizado, dejarán de venir a vernos”.
Los de esta tarde, como los de hace un siglo, son largos, agalgados, parecen escurridos, aunque pesen cerca de 600 kilos. En general, resultan nobles, algo justos de fuerza; la mala suerte es que los dos últimos resulten los más deslucidos. Después del paseíllo, una ovación a Javier Castaño demuestra que la sensibilidad sigue imperando en Sevilla.
Rafaelillo se ha convertido en un especialista en Miuras: sabe darles la lidia adecuada y sabe venderla, al público. (Las dos cosas son necesarias). El primero levanta de salida una ovación, al encampanarse; humilla, es noble. ¿Un miura bueno para el torero? ¿Por qué no? Bueno, sí, pero no tonto ni borrego. Rafaellilo sabe muy bien lo que se hace, tira de él, logra una faena emocionante. Pierde el seguro trofeo por la espada. Recibe a porta gayola al cuarto, que sale con muchos pies, enlaza verónicas vibrantes. Brinda a Javier Castaño. El toro acude con templanza al primer muletazo; a regañadientes, al segundo; se para, en el tercero. Dándole sitio, Rafaelillo logra lucirse. Una gran estocada y una muerte espectacular le dan la oreja, que, antes, la espada le había quitado.
¿Se imagina alguien lo que es salir de un cáncer para enfrentarse a un Miura? Ese “disparate” lo ha hecho, como si tal cosa, el salmantino Javier Castaño, sin pelo. El segundo toro da un juego regular en varas. Fernando Sánchez lo espera: un gran par. En la muleta, el toro, rebrincado, pega tornillazos. Castaño muestra tranquilidad y oficio, le saca algunos naturales buenos, se justifica de sobra. Logra una gran estocada, a la segunda (le hubieran pedido la oreja, si no hubiera pinchado). El quinto es el más complicado, vuelve rápido y busca. Jaime Padilla hace tres grades quites de riesgo, merecedores de premio. Fernando Sánchez, andando, está valiente y brillante. Castaño supera con técnica y experiencia las dificultades, acaba logrado naturales de mérito. No se le ha advertido merma alguna, física ni de ánimo, ha estado muy bien. Y nos ha emocionado su ejemplo de coraje.
Apostó Manuel Escribano por matar, en esta Feria, Miuras y Victorinos. Tuvo el premio del gran “Cobradiezmos”. A los dos los recibe a porta gayola: el tercero no le hace ni caso y él aguanta, en una espera temeraria, que enlaza con verónicas suaves. Como galopa, se luce en banderillas, de poder a poder y, quebrando, al violín. (Un espontáneo insensato se salva porque el toro pierde las manos).
Nos hemos ilusionado con el toro, que va largo y templado, pero pronto se apaga. Quizá las carreras, con las banderillas, no fueron oportunas. Mata con facilidad. El último, largo “como un tranvía”, también se para, en la porta gayola, y embiste rebrincado, protesta, pega tornillazos; al final, se echa.
No ha tenido suerte con su lote pero, después del toro indultado, se le ve muy seguro y crecido.
Hemos vivido emociones muy variadas: por los toros y por los toreros, que han estado muy dignos. El último clarín de la Feria, prolongado, se nos ha clavado en el corazón. ¡Adiós, Sevilla! Volveremos a esta maravillosa Plaza, si Dios quiere.
POSTDATA. Me contaba el inolvidable don Eduardo Miura Fernández la historia del miura que, una vez desencajonado, no hubo forma humana de volverlo a los corrales. Al final, los toreros tuvieron que hacer el paseíllo por el callejón, mientras el toro los esperaba, arrogante, en el centro del ruedo. Era otra Fiesta.
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