lunes, 16 de mayo de 2016

Yo no soy un torturador

Sorprende que personas relevantes dividan el mundo entre buenos y malos y establezcan un podio ético para los antitaurinos, desde el que miran con desprecio

Roca Rey con su primer toro. EL PAÍS
 

No; yo no soy un torturador, ni un maltratador, ni disfruto con la violencia o la visión de la sangre.

No soy un gánster aceitoso de tercera división, ni un pícaro chorizo, ni un señorito latifundista ni un patriota de puro y clavel, como el admirado Manuel Vicent califica a los aficionados a los toros.
Solo soy un ciudadano (de izquierdas o de derechas, ¿a quién le importa?) que está muy orgulloso de pertenecer a una cultura en la que el toro bravo es protagonista de un modo de entender la belleza. Y acepto que otros no lo entiendan así.

Pero lo que me sorprende es que personas relevantes dividan el mundo entre buenos y malos, y establezcan un podio ético para los antitaurinos, desde el que miran con profundo desprecio a quienes acudimos a una plaza de toros.

¿Qué les escandaliza de la fiesta? Sin duda, la supuesta violencia contra el animal, la sangre derramada, la muerte real… Es verdad que una corrida de toros es un espectáculo cruento, siempre caro, generalmente incómodo, y, a veces, maloliente. Pero como la vida misma, solo que nuestra existencia está edulcorada por el buenismo imperante de lo políticamente correcto.
Se ha escrito recientemente en este periódico que ‘las plazas de toros pronto serán mostradas por los guías turísticos como espacios donde antiguamente se celebraba una carnicería que algunos llamaban cultura’.

¿Las plazas de toros? Seguro que su autor no ha cruzado la carretera M-30 por el puente de Ventas, que cada noche es utilizado como dormitorio por un grupo de inmigrantes apiñados, mal vestidos y mugrientos. Sin duda, pronto, ese lugar será mostrado por los guías como un espacio en el que se hacinaban a miserables seres humanos mientras algunos lo llamaban solidaridad porque se les ofrecían unas mantas para justificar la mala conciencia colectiva. Pero los inmigrantes no dejan rastro de sangre en el puente, aunque su situación es un maltrato inhumano.

Las generaciones venideras nos juzgarán, también, por las miles de personas dependientes que mueren sin recibir la ayuda necesaria (33.000 andaluces con gran dependencia están en lista de espera). Claro que la culpa no es nuestra, sino del Gobierno de turno que recorta las prestaciones.
Muchos prestigiosos antitaurinos no ven la tele en horario infantil. Pues hay que sentarse delante de la caja tonta para sentirse trastornado ante la avalancha de violencia, sangre y maldad de películas, series y dibujos animados. Pero todo es inventado y la sangre no es de verdad, sino salsa de tomate. Ya…

Los antitaurinos no se entretienen, al parecer, con los videojuegos. Coincido en la piscina con dos jóvenes que cada mañana se cuentan con morboso entusiasmo a cuántos enemigos han conseguido abatir con sus mortíferas máquinas tecnológicas. ¡Pero eso es una chiquillada…!

¿Les gusta el cordero lechal, el cochinillo, la langosta? ¿A quién no? ¿Y no le da pena que maten a cuchillo al corderito de Norit, tan chiquitín, con esa carita tan dulce? ¿O que abran en canal al cochinillo corretón que parece un juguete? ¿O que hiervan viva a la langosta, que estaba tan confiada en su acuario hasta que llegaste tú y la señalaste con el dedo mortal: póngame esta?

Nuestra civilización es hipócrita, hortera, tercermundista, insolidaria, egoísta y violenta… Ese es el mundo en el que vivimos.

¿Qué pasaría si desaparecieran las corridas de toros? ¿Seríamos mejores personas? ¿Viviríamos en un mundo más humano?

Quedaría exterminado un animal único y se cercenarían los respetables derechos de una inmensa minoría de ciudadanos; pero ya está. Continuarían los inmigrantes en el puente de Ventas, seguirían muriendo dependientes por falta de recursos, la televisión continuaría escupiendo mucha maldad y toneladas de salsa de tomate, y mis compañeros nadadores aumentarían cada mañana su lista de muertos en combate. Ah!, y nadie salvaría del matadero a los entrañables corderitos y cochinillos, a los que hemos condenado a la parrilla en aras de nuestro bienestar.

Soy aficionado a los toros desde que era un mico, y nunca me ha asaltado un ánimo torturador, ni he sentido placer alguno en el dolor ajeno. Es más, no conozco a ningún aficionado a los toros con aviesas intenciones derivadas de su devoción. Me sorprende cada día, sin embargo, cómo supuestos defensores de los animales se esconden en el cobarde anonimato y destilan odio, desean la muerte y las más horripilantes desgracias a quienes se visten de luces.

Está visto que es más fácil ser antitaurino violento que una persona cabal. No obstante, respetables son todos aquellos que no disfrutan con esta fiesta; respetables son todos los que desean otro mundo donde no se esclavicen a los seres humanos ni a los animales.

Las posturas extremas no son más que caretas hipócritas que pretenden esconder nuestras miserias y ofrecer mantas a los inmigrantes sin presente.

En el año 1929, el torero Ignacio Sánchez Mejías pronunció una conferencia en la Universidad de Columbia en Nueva York y dijo: ‘Cuando la humanidad esté en un grado tal de civilización que no quede ninguna crueldad, entonces sería cosa de hablar de suprimir las corridas de toros. Pero mientras los seres humanos hablen tranquilamente del número de hombres que cada nación puede matar en un momento determinado, hablar de la crueldad de las corridas de toros es ridículo’.

Y el papa Francisco, hace solo unos días, apostilló: ‘Hay quien siente compasión por los animales, pero se olvida del vecino’.

Pues, eso, que diría el recordado maestro Vidal.

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