miércoles, 5 de octubre de 2016

Las últimas funciones reales de toros

A mediados del siglo XIX

El célebre grabado de Blanchard sobre los toros en la Plaza Mayor

Las funciones reales de toros habían sido durante siglos una de las principales celebraciones que programaba la Monarquía con motivo de determinados acontecimientos destacados en el seno de su propia familia o en el conjunto del país. En aquella época, casi mediado el siglo XIX, dichos festejos habían disminuido notablemente, convirtiéndose en un recuerdo de los años más gloriosos de la Corona española. Carmen de la Mata Arcos documenta esta tradición en un gran reportaje.

 

Carmen de la Mata Arcos
El 16 de octubre de 1846 la Plaza Mayor de Madrid aparecía completamente engalanada para acoger la primera de las tres funciones reales programadas para conmemorar las dobles bodas de la Reina Isabel II y la infanta Luisa Fernanda. Ambos enlaces habían tenido lugar el 10 de octubre, coincidiendo con la jornada del decimosexto cumpleaños de la hija mayor de Fernando VII.  Ésta había contraído matrimonio con su primo, Francisco de Asís, Duque de Cádiz, y Luisa Fernanda lo había hecho con el vástago más pequeño de Luis Felipe I de Francia, Antonio de Orleans, Duque de Montpensier. El recinto llevaba días preparándose para el evento, una vez se cerraron los cuatro ángulos de acceso. Paños de color encarnado y amarillo colgaban de los balcones, así como también una faja azul y plata cubría la barandilla alta situada sobre los aleros del tejado. 

Aunque la función comenzó a las dos de la tarde para ver el primer toro sobre la arena hubo que esperar un tiempo, pues con anterioridad a ello se efectuaron las presentaciones de los que debían intervenir en la misma. Los responsables de despejar el redondel fueron los alabarderos que, formando una compañía y a los sones de una banda militar, ejecutaron a la perfección su cometido. Tras esto, se ubicaron debajo de los balcones de los Reyes, con la única defensa de las armas que portaban para zafarse de las embestidas de los cornúpetas. Un dosel de terciopelo carmesí adornado con oro protegía a las Reales personas, que habían entrado en la plaza a las tres menos cuarto de la tarde. Hasta que tomaron asiento, las orquestas que se hallaban en los laterales del lugar interpretaron la Marcha Real. Cuatro carrozas lujosamente enjaezadas, tirada cada una por media docena de caballos, transportaban a los caballeros en plaza junto con los padrinos que los acompañaban, séquito que irrumpió en el circo por el arco de la calle Toledo. 

En este caso, los encargados de clavar los rejoncillos fueron Román Fernández, Antonio Miguel Romero, Federico Varela y Ulloa y José Nicolás Cabañas, todos ellos, como era norma, formaban parte de la nobleza. Sus padrinos fueron, en esta oportunidad, los Duques de Altamira, Abrantes, Medinaceli y Osuna, respectivamente. Grandes de España, que, al igual que sus ahijados, vestían indumentaria de gala. En número de siete y portando idénticos colores que quienes iban a rejonear, marchaba también la cuadrilla de lidiadores a pie, cuyo cometido entonces era proteger al jinete.  A continuación, llegó el turno de los palafraneros que conducían a hermosos corceles, hasta veintiocho desfilaron en aquella fecha. Toda la comitiva descrita abandonaba la plaza por la esquina de los portales de Bringas. Después se hicieron presentes en el recinto una compañía de guardia tudesca seguida de pajes y escuderos, así como también los ministriles de la Villa, doce picadores y los tiros de mulillas.

Una vez finalizado el cortejo, los caballeros tomaron los rejones, situándose a la derecha del chiquero. Ahí aguardaban la salida del primer burel, que portaba una raza, al igual que el resto, de las mejores estirpes de Castilla, La Mancha y Andalucía. Dicho cornúpeta evidenció bravura y boyantía en las primeras acometidas a los equinos. Así, dos de los jinetes perdieron su montura y tuvieron que retirarse, permaneciendo sólo Cabañas y Romero. Éste, que poseía el honor de ser el teniente de más antigüedad del ejército, exhibió una buena dosis de valor y “una destreza que allí no tuvo rival”, según el juicio que emite el crítico de El Heraldo, estando auxiliado en todo momento por “El Chiclanero” y Labi. Cabañas por su parte lo estaba por “Paquiro”, prendiendo tres rejoncillos que hirieron mortalmente al astado, con la mala fortuna de caer al suelo al clavar el último de ellos, retirándose de la plaza.

Las reses que aún faltaban por lidiar, hasta la cifra de once, quedaron a cargo de Antonio Miguel Romero que, pese a ser derribado de su jaco, aguantó hasta el término de la función. Las palmas sonaban con fuerza en el circo madrileño, premiando el arrojo y la gallardía del referido caballero. Acabado el quehacer de éstos, llegó la hora de los piqueros, que cumplieron sobradamente con su labor. Montes, “Cúchares” y “El Chiclanero” tuvieron una sobresaliente actuación, subrayándose en la prensa el espadazo que recetó el primero de los diestros citados al sexto animal de la tarde. 

Los dos días siguientes se celebraron sendas funciones de Villa, en las que el ceremonial era idéntico que en la precedente pero con la participación de otros jinetes y padrinos. Los alabarderos se ausentaban en este tipo de festejos, confiándose la protección de los Reyes a los ministriles. Señalar que a estos espectáculos asistió un mayor número de personas debido, en buena medida, a los precios más bajos en los billetes, si bien el corresponsal de El Heraldo afirma que en la jornada anterior había cincuenta mil asientos ocupados. A Fernando Aceber y Mariano González le cupo el honor de rejonear a los astados encerrados en los corrales, actuando como protectores los regidores Toledo y Palacios.

Toda vez que el paseo concluyó, pisó el ruedo el primer toro de la tarde que arremetió con fuerza a los caballos, hecho que provocó la caída e inhabilitación de uno de los caballeros. Su puesto lo cubrió José Pérez Olmedo que mostraba gran habilidad manejando la montura pero no tanta con los hierros en la mano. Por ello, el monarca ordenó, tras doblar el tercer ejemplar, que prosiguiera la corrida con el concurso únicamente de los diestros de a pie. Además de los matadores que ya intervinieron en el festejo del día anterior, en el señalado para el 17 de octubre también lo hicieron Juan León, Antonio del Río y Julián Casas, ocupando el palco presidencial el Duque de Veragua, alcalde de la ciudad. El espectáculo se dilató en el tiempo más de lo acostumbrado, por lo que hubo de iluminarse la plaza con hachones de cera. 

La corrida proyectada en la jornada posterior, no incluía entre los actuantes a rejoneadores sino que tan sólo se anunciaban diestros de a pie. Otra diferencia importante con respecto a las otras funciones es que los ingresos recaudados en la misma se destinaron a paliar las arcas del municipio de los gastos que llevaron consigo las fiestas reales. 

La monarquía y la nobleza habían sido históricamente los principales protagonistas de la mayoría de los acontecimientos taurinos ocurridos hasta el siglo XIX, en unos casos desde el palco y en otros portando el rejón para enfrentarse a la res. Tras estos festejos, las funciones reales comenzaron a mermar en número y frecuencia hasta llegar al 2 de junio de 1906, fecha en la que tuvo lugar la postrera de ellas coincidiendo con la boda de Alfonso XIII con Victoria Eugenia de Battenberg.

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