Las corridas de toros han sido un pretexto del soberanismo catalán para desmarcarse de la simbología española
José Tomás, antes de la última corrida de toros celebrada en la Monumental de Barcelona, el 25 de septiembre de 2011. TEJEDERAS |
Rubén Amón
El martirologio del soberanismo catalán ya dispone de un nuevo argumento para recrear el acoso de los tribunales españoles. Otra vez el Constitucional se interpone en el espacio legislativo del Parlament y rectifica la decisión de prohibir las corridas de toros, validando el recurso que había presentado el PP, aunque retrasando demasiados años —seis— el veredicto definitivo.
Reaparece el toro de Osborne después de haber sido evacuado. Y se reanuda una antigua disputa iconográfica, naturalmente para relacionar la tauromaquia con los estertores del españolismo. Un anacronismo inconcebible en la Cataluña moderna, y pintoresco en sus consecuencias, pues ocurre que los aficionados proscritos debían cruzar la frontera de los Pirineos, como antaño se hacía para ver El último tango en París o para abastecerse los libros prohibidos en la Francia de las libertades.
Es en Nimes, en Arles, en Ceret, donde los taurinos catalanes han encontrado su refugio. Y donde se ha consolidado una respuesta embarazosa al debate identitario que promueven los soberanistas, no ya porque los toros pertenecen al subconsciente del salvaje ibérico, sino porque la cultura de la mascota y del peluche destierra la tauromaquia a una noción facha y rancia de una sociedad en vías de extinción.
No necesitan mayores razones los partidos independentistas para denunciar un sabotaje institucional, aunque el aspecto más llamativo de este litigio sobrepasa la cuestión taurina en sí. El Constitucional no alude tanto a la reivindicación de las corridas de toros como a las limitaciones "constitucionales" del Parlament en la iniciativa de prohibirlas.
Lo de menos son los toros. Lo de más es que la cámara de representación catalana se arroga unas competencias que no le corresponden. Y que se han consensuado no tanto para erradicar la sombra del uro en la tierra de los payeses, sino para perseverar en la deriva del autogobierno.
La tauromaquia es un pretexto, no una razón. De otro modo, se prohibirían espectáculos callejeros y populares bastante más cruentos que las corridas de toros en sí mismas. Es el caso de los correbous, pero la tentación de “precintarlos” con medidas legislativas implicaría un desgaste electoral que las fuerzas soberanistas no tienen intención de asumir. Una cosa son las salvajadas hispánicas y otra muy distinta son las salvajadas propias.
Semejante ejercicio de cinismo va a encontrar en la decisión del Constitucional un motivo para estimular el victimismo y una argumentación para exagerar la propaganda del acoso. Se antoja complicado, mucho, que la tauromaquia regrese a Barcelona seis años después de la última aparición de José Tomás. Allí estuvimos muchos aficionados acompañándonos en el sentimiento. Y percibiendo la clandestinidad como se debió percibir en el franquismo, cuando Francia era la mejor posibilidad para desquitarse de las prohibiciones y de la propaganda cultural.
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