domingo, 9 de abril de 2017

Los que van con el torero

De cómo hay amigos y… amigos


En las tardes sin suerte, en las tardes de desánimo, la soledad en que "los que van con el torero" dejan ídolo, queda reflejada en el gesto amargo que expresa el rostro de torero. En las tardes de gloria, no queda un sitio libre en su habitación. Con detalle y con un gran realismo, el gran aficionado que fue Adolfo Bollain dejó en las páginas de "El Ruedo" lo que es más que un retrato de la sicología de quienes rodean a un torero con muy distintos objetivos. Tomando pie de una tarde en la plaza de La Coruña en 1934, el cuadro que dibuja no puede ser más realista. Se diría que trasladable al día de hoy. 
Adolfo Bollain 
La Fiesta taurina es un bello espectáculo en el que la bravura del toro se enfrenta con la valentía, la ciencia y el arte del torero, dando lugar a momentos de emoción dramática y de emoción estética, incomparables con los de cualquiera otra manifestación artística o espectáculo publico.
En las corridas de toros todo es luz, color, veracidad --algunas veces, solo aparente--, agilidad, sencillez y sensación de que todo ello es eso nada más , y que nace --sin nada anterior-- cuando los alguacilillos salen para “despejar el ruedo”, y termina con el arrastre del ultimo toro. El publico se sienta en su localidad y se encuentra con que le dan todo hecho, y no piensa en lo que ha habido que hacer para hacerlo.

Y, sin embargo, en contraste con esa espectacularidad alegre, existe una preparación más sombría --hoy excesivamente sombría-- en la que intervienen irnos y se mueven otros, todos los cuales pueblan el que llamó Antonio Díaz-Cañabate “planeta de los toros”.

He dicho que unos intervienen y otros se mueven, porque esta es la verdad. Intervienen los necesarios, los imprescindibles, aquellos sin los cuales no seria posible la celebración de la Fiesta: el ganadero y el empresario. Interviene algo y se mueve más, el apoderado. Y se mueve el taurino. El torero --personaje tan importante-- no interviene, porque lo hace el apoderado por él, en esa preparación de las corridas. Ni interviene, ni se mueve. En las corridas, sí; claro es. En las corridas interviene siempre, y se mueve casi siempre.

En el planeta de los toros están las interioridades de la Fiesta. Y sus habitantes son los cuatro ya citados: el ganadero, el empresario, el apoderado y el taurino. Entre los taurinos, los hay profesionales, semiprofesionales y no profesionales.

Y, entre los no profesionales, están --y son el objeto de estos comentarios-- los que van con el torero. No son los que van con él por la calle, o se reúnen con él en su casa --en la propia o en la del torero--, o en casa de otro amigo común, o los que van con el torero a todos los sitios donde torea.

Claro es que a todos los sitios donde torea van con el torero los subalternos que componen su cuadrilla, el apoderado y el chofer. Pero no son éstos. Los que van con el torero son esos amigos íntimos --a veces no íntimos-- admiradores verdaderos --a veces ocasionales-- que le siguen --o le persiguen-- para no perderse ninguna de sus actuaciones.

Con esto queda dicho que hay dos clases de estos habitantes del planeta de los toros: los taurinos puros y los taurinos subrayados; los que pueden llamarse así́ con toda seriedad y los que hay que nombrar de ese modo empleando la ironía.

Son puros los íntimos, los admiradores verdaderos y los que le siguen. Son taurinos en el otro sentido los no íntimos, los admiradores ocasionales y los que le persiguen.

Los primeros no creo que le molesten al torero. Por el contrario, les agradece, seguramente, su amistad, su admiración y su sacrificio --aunque sea gustoso sacrificio-- trasladándose continuamente y viajando sin cesar durante toda la temporada taurina. Van con el torero porque son amigos de veras; para acompañarle antes de la corrida, en la corrida y después de la corrida; para alegrarse con él si triunfa y para consolarle si fracasa. Estos taurinos no es que sean útiles a la Fiesta, pero son útiles al torero y a la Fiesta no le son perjudiciales.

Otra cosa distinta son los que van con el torero a lucirse con él, con su compañía, y a que !os demás les envidien. Esos no son útiles ni a la Fiesta ni al torero. Son los que llenan la habitación del hotel antes de la corrida, consiguiendo; a veces, una buena entrada para la tarde; y los que, igualmente, invaden el cuarto si el diestro ha estado bien o ha cortado orejas, y no aparecen si el torero ha tenido una mala actuación, y le abandonan en su soledad cuando precisamente tiene más necesidad de compañía, de consuelo y de distracción.

No vendrá mal relatar algo de lo que puedo dar fe, porque intervine en ello.

En una de las corridas de Feria de La Coruña del ano 1934, el cartel de matadores lo componían Juan Belmonte, Ignacio Sánchez Mejías y Domingo Ortega. Un cartel flojito. Fue una corrida memorable, por reunirse en ella --o en relación con ella-- tres circunstancias --una para cada matador-- extraordinarias y trágicas.

Belmonte, en el primer toro, intentó el descabello. Aun no se había inventado el actuad estoque de descabellar, con cruceta, que ideó, según creo, Vicente Pastor, precisamente por lo ocurrido aquella tarde. Cuando Belmonte intentó descabellar, el toro derrotó con fuerza, arrancándole de las manos el estoque, que, dando vueltas vertiginosas, salió́ despedido hacia el tendido, yendo a clavarse en el pecho de un espectador de la fila sexta o séptima. Belmonte, horrorizado, vio como se llevaban a aquel hombre a la enfermería. Aunque preguntó, nada quisieron decirle durante la corrida. Cuando la corrida terminó, le dieron la tremenda noticia de que el espectador había muerto.

Aquella corrida fue la ultima que toreó Sánchez Mejías. En la siguiente, en Manzanares, a los pocos días, un toro le dio la cornada que le causó la muerte.

Por si todo esto fuera poco, después de matar al sexto toro, le dijeron a Ortega que se pusiera en viaje inmediatamente, porque un hermano suyo había sufrido un grave accidente de automóvil --en realidad había muerto-- y Ortega salió́ en el estado de animo que es de suponer. Y creo recordar que él también volcó en ese viaje, aunque sin sufrir lesiones.

Pocas veces --quizá́ nunca-- se habrán reunido unos hechos que de modo tan trágico se relacionasen con los tres matadores de una misma corrida.

Era preciso decir todo esto; pero lo que entra dentro de este somero estudio de “los que van con el torero” es lo de Belmonte. Terminada la corrida, fui a ver a Belmonte al hotel. Llamé a la puerta y me abrió su mozo de estoques, que estaba en el cuarto de baño recogiendo la ropa de Juan. Éste estaba en la habitación, recorriéndola a grandes zancadas, con la cabeza baja y la vista en el suelo. Al fondo, ante el balcón, mirando desde dentro a la calle, por cristal cerrado que dejaba libre un visillo descorrido, estaba Eduardo Pagés. Nadie más. «Los que va con el torero”, el coro jubiloso y adulador de las tardes triunfales, no estaba allí aquella tarde. 

No pude menos de decírselo a Belmonte, y de comentarlo. Belmonte, con una sonrisa amarga y su ironía, que casi nunca le abandonaba, explicó:

--Es natural. Acabo de matar a un hombre 

Pagés me miró muy serio y no dijo nada. ¿Para qué? Y yo --¿para qué también?-- miré muy serio a Pagés y Belmonte, y tampoco dije más. El comentario no necesitábamos hacerlo nosotros. Estaba flotando en aquel cuarto de hotel, vacío de "los que van con el torero para lucirse y dar envidia”.
El Ruedo,  9 de mayo de 1967 , nº 1194

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