No hay Dios que entienda a la presidencia de Las Ventas. Dicho así en general y en particular con don Javier Cano. Que ayer se anotó la machada de negarle una oreja a un novillerito de Venezuela que se entregó en cuerpo y alma. Como antes se reclamaba a un debutante. Aquello de "estar en novillero". Y Colombo lo estuvo. Y hecho un tío. Toda la tarde. Y cuando atacó con la espada el volapié recto como una vela también. Del embroque salió rebotado y cojitranco el venezolano y rodado el toro. Una pañolada inmensa, mayoría absoluta, sin resquicio a la duda, despreció el señor Cano. Que se saltó el Reglamento como si fuese Yelena Isinbáyeva. Y lo más grave es que además había motivos para no hacerlo. Los que dio Colombo con este cuarto novillo de El Montecillo de enorme movilidad. Muy de público. Que ya creyó descubrir la bravura en los estruendosos estrellones contra el caballo y en su velocidad vertiginosa en banderillas. Al chaval le exigió todas las facultades físicas de sus 19 años. Y firmeza en la muleta con aquellas acometidas rectas y tralleras. Por dentro siempre. Aguantó el tipo todos los envites. Cuando el utrero redujo su ímpetu fronterizo entre la casta y el genio, se defendió. Y desarmó a Jesús Enrique Colombo, que se recompuso en unas impactantes bernadinas de ataque en tromba. De moneda al aire. De todo o nada. Y, cuando iba a salir cara tras el inapelable espadazo, va el usía, se ofusca y se la roba.
Todavía el otro día con El Fandi se podría discutir sobre el número de moqueros. Pero ayer se hacía tan abrumador el porcentaje que habría que hablar de incompetencia, mala fe o voluntad secuestrada... El ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, presente en el callejón para apoyar a dos promesas de Sevilla como Aguado y Serna, tomaría nota del latrocinio. Como en los toros no existe la nevera futbolística para los árbitros, al tal Cano se le verá tan campante presidiendo próximamente y concediendo entrevistas como estrella de rock.
José Enrique Colombo ya había dejado muestras de su facilidad capotera con el novillo que estrenó la tarde. Suelto de caballos, alocado en banderillas y veloz como una flecha. Otra vez la quietud de Colombo en el tercio de muerte, su actitud, su asentamiento como principal arma. Y de nuevo el enemigo disminuyendo marchas una vez perdido el motor, la raza o el genio. Raza de verdad la de Colombo.
Volvía Pablo Aguado a Madrid. Cayó inconsciente en la novillada de apertura de la temporada en una escena dramática. Por la violencia de la voltereta y el golpe contra el ruedo, las cuadrillas le tuvieron que sacar la lengua que se había tragado. Ayer lo que se le atravesó fue el novillo de El Montecillo. En sentido literal. Ya se le vino cruzado, midiendo, por dentro y sin humillar en el capote. Seguiría la guasa en la muleta. Especialmente por el pitón derecho. Resolvió con oficio los problemas sin que su esfuerzo, ciertamente contenido pero generoso en el tiempo, trascendiera a la parroquia. Un bajonazo y un aviso no ayudaron. La única vez que apareció la entrega, esa cosa olvidada en la novillada de El Montecillo, fue en el pitón derecho del grandón quinto y sólo a ratos. Intratable el bruto por el izquierdo, orientado con instinto de tiburón. Aguado cumplió con las opciones ofrecidas.
También Rafa Serna sabe lo que es sufrir sobre esta arena. Su cornada de 2016 sería de las más graves de la temporada. El burraco, montado y grandón utrero de Paco Medina declaró pronto su estilo en los capotes y en el peto. Nada bueno a su favor. Manso y rajado desde el principio de faena, las dos series que embistió fueron de mentira. Sin empuje. Al menos Serna dejó entonces constancia de su concepto. Perdió el celo y el interés el novillo. Si es que alguna vez los tuvo. Y el alto sexto fue una prenda infumable. Lo de El Montecillo está en un punto como para hacérselo mirar.
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