Logra el único trofeo después de una dramática cogida al entrar a matar al tercer toro de la deslucida corrida de Cebada
Escalofriante imagen, con el toro de Cebada Gago poniéndole los pitones en la cabeza - AFP
ANDRÉS AMORÓS Pamplona
Desde 1591 celebran los pamplonicas, el 7 de julio, la fiesta de San Fermín. A un pueblo con tan fuertes raíces, religiosas y españolas, algunos están intentado quitárselas. Espero que no lo consigan.
A las ocho de la mañana, un año más, hemos escuchado el entrañable cántico («A San Fermín pedimos / por ser nuestro patrón») y admirado el espectáculo único del primer encierro: una carrera de casi 850 metros, en menos de cuatro minutos, que asombra y emociona – en directo o por televisión – a millones de personas. Los toros de Cebada Gago, que cumplen ahora treinta años de presencia en esta Feria, tienen fama de peligrosos; esta vez, protagonizan un encierro emocionante, con tres cornadas, y el peligro de dos toros sueltos. Los mozos navarros vuelven a mostrar su arrojo, en el viejísimo rito de «jugar al toro». Esa primera parte no tendría sentido sin la segunda, a la que conduce necesariamente: por la tarde, la corrida, ya con la algarabía de las peñas. Los toros, serios, astifinos, dan pocas opciones para el lucimiento.
El primero, melocotón, se deja pero humilla poco y no transmite. Juan Bautista se muestra correcto, profesional, sin más brillo. En el cárdeno cuarto, descarado de pitones, rebrincado, resuelve las dificultades con mucha seguridad y mata bien.
El segundo, un precioso cárdeno claro, es noble pero flojo. Javier Jiménez tiene voluntad y buen oficio pero no surge la emoción: mata contrario y se atasca con el descabello. Devuelven el quinto por romperse el pitón en el burladero. El sobrero, con setenta kilos menos, flaquea, echa la cara arriba, engancha la muleta. Los intentos del diestro se estrellan.
Debuta en Pamplona el valeroso y sonriente Román. Recibe de rodillas, con lances variados, al tercero, incierto, que pega arreones, en la muleta. Sufre un fuerte pitonazo en el pecho y una angustiosa voltereta, al matar: premian su valor con una oreja. Pasa a la enfermería con conmoción cerebral. Contra la opinión de los médicos, sale para matar al último (el de las cornadas, en el encierro), engallado, que embiste a su aire. Román traga mucho, se libra del percance y mata pronto. Su valor merece elogio pero debe equilibrarlo con el necesario mando. Y los mozos salen de la Plaza cantando…
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