sábado, 12 de mayo de 2018

El gafado bluf de Morante

FERIA DEL CABALLO

Juan José Padilla convierte la frustrante reaparición del genio de La Puebla en la gran desdepedida de su tierra. El Ciclón sortea el mejor lote de la desclasada y 'jerezana' juampedrada y sale a hombros.

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Compuesto derechazo de Morante de la Puebla, que vistió un terno de corte decimonónico y floreado. FOTO: EFE 


Volvía a los ruedos Morante de la Puebla sin haberse ido. Su adiós en agosto por "aburrimiento" -las exigencias de presidentes y veterinarios y el tamaño del toro como argumento oficial; la ruptura del apoderamiento con la FIT como versión extraoficial- no duró ni el invierno. Qué digo, ni el otoño. Cuando ni siquiera había concluido la temporada, la noticia de su regreso saltaba a la palestra mediática con la firma de su nuevo mentor: Manolo Lozano.

En diciembre EL MUNDO adelantó que Jerez sería el escenario de la "reaparición", llamémosle así. Y que Morante haría una campaña selecta por plazas menores y sin televisión. Hasta el doble compromiso con "su" Sevilla por San Miguel (sin cámaras también).

A la hora de la corrida, el coso jerezano -propiedad de la familia Balañá y desde hace tiempo en estado de deplorable abandono- resplandecía impecable. Su trabajo le ha llevado al propio Morante -y a una cuadrilla de operarios pagados de su bolsillo- pincel o brocha en mano. El genio de La Puebla es torero más de pinceles que de brocha. Inspirador de artistas y pintores. A excepción del autor del cartel de la Feria del Caballo, que lo ha retratado con el rostro de otro en fase cirrótica.

La figura de José Antonio irradiaba saludable aspecto cuando apareció por el portón de cuadrillas. El vestido de torear de corte antiguo era un espectáculo en sí mismo. Negro y cuajadísimo de oro con pequeños cuadros florales. Inspirado en un terno de 1870 de Enrique Vargas "Minuto". Las frondosas patillas de hacha, que se presumían sólo invernales, entroncaban con aquella época decimonónica, aún ilustraban su cara. El otro protagonista, que no era el otro, sino Juan José Padilla, se despedía de su tierra. Un tendido colmado de banderas piratas le despedía. Las enseñas azotadas por el viento anunciaban la presencia de un invitado incómodo: el poniente. A Padilla le entregaron una placa conmemorativa una vez deshecho el paseíllo. Y luego el emblema corsario en la vuelta al ruedo que paseó con la oreja de Industrioso, un lindo toro de Juan Pedro que embistió como artesano de la calidad.

Como ya anunció Morante, Jerez se hacía el escenario idóneo porque no hay problemas de presidentes y veterinarios y el tipo de toro jerezano era el soñado para la ocasión. Los juampedros componían un cuadro de seis dijes -de caritas a modo sobre todo-, seises del toro bravo. Sólo que el elegido para la reaparición morantista andaba cortito de cuello. Cerrado de cara como todos. Algún esbozo a la verónica con la mano de fuera alta, que por esas alturas iba el vacío domecq de escasa humillación. De la faena, únicamente quedaron los apuntes del prólogo de torería a dos manos. Luego, la nada. El mal bajío del sevillano de Las Marismas sigue vigente nueve meses después. La decepción del gentío que desbordaba la plaza fue mayúscula.
Los movimientos descoordinados del tercer juampedro lastraron su juego. Como desajustada la motricidad de los cuartos traseros. José María Manzanares empleó tiempo y paciencia que no condujeron a ninguna parte.

El vendaval de Padilla, que había sido templada brisa en el anterior de su lote, se desató por largas cambiadas ahora, en un quite por chicuelinas de fuerza 5, en los pares de banderillas cañoneros. El Ciclón de Jerez brindó a sus padres y continuó desatado. De rodillas en los medios arrancó la faena.

El toro viajaba humillado y con motor. Rebosándose de la muleta un metro más. La faena respondió fielmente a los cánones padillistas. Un jaleo eléctrico. Un ataque constante. La entrega total. Un barullo. Hasta que el toro dijo que ya, que se piraba. Manolas de despedida antes de un pinchazo hondo y una estocada colosal. El público, que había acudido por Morante, premió aquello con las dos orejas. Como si vas a ver Casablanca y te encuentras con Los violentos de Kelly. Del cine clásico al cine bélico de héroes. Palmas por bulerías y cánticos pamplonicas en la apoteósica vuelta al ruedo del adiós: "¡Illa, Illa, Illa, Padilla maravilla!".

Saltó el quinto a la arena y Morante dibujó tres lances de primor. Tres antes de que el juampedro empezara a cantar lo que sería. Tan pronto. Nula clase, triste fondo, pobre humillación. Un estrellón contra el burladero lo tambaleó. El torero de La Puebla puso empeño en la búsqueda del lucimiento. Con mayor acierto en el planteamiento más cerrado en tablas que cuando se lo sacó de las rayas hacia fuera. Así lo entendió. Y allí en los adentros se arrebató a su altura. Series de luchar contra el infortunio que le persigue. De ponerle la sal del empaque al muermo. El toro que busca el genio le salió rana. La sensación de bluf se impuso.Y para colmo se encasquilló con la espada.

Zancudo y despegado del piso, el sexto ni siquiera era un seise para abrochar la juampedrada. Un mono por su cara. Y geniudo. Lo mejor de la trabada y voluntariosa faena de Manzanares fue la estocada. Que valió el premio de la oreja.

"No era esto, no era esto", repetía la gente desconsolada al abandonar la remozada plaza. La obra más lograda, desgraciadamente, de Morante de la Puebla en su reaparición. Que Padilla convirtió en la gran despedida de su tierra.

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