Los sanfermines están degenerando en una carrera aséptica para hipsters y atletas
Rubén Amón Pamplona
Parecen
los sanfermines contemporáneos una convocatoria para hipsters y para
atletas. Hasta los cabestros que lideran la manada han sido
seleccionados por su juventud y rendimiento físico. Tan ágiles son los
bueyes que ni siquiera pueden sobresalir las fieras del redil
imaginario. Los toros transitan disciplinados, acostumbrados como están
-no sucedía antes- a correr reunidos en la dehesa porque también hacen
gimnasia colectiva en el rito de la posmodernidad.
La limpieza y la rapidez, antídotos del buen sexo,
sobrentienden un exceso de decoro en una fiesta de idiosincrasia
hiperbólica y dionisiaca. Tanto se ha esmerado la estilización de la
carrera que los sanfermines del pavor plebiscitario arriesgan a
convertirse en una competición atlética y selectiva. Las autoridades
revisan el calzado de los mozos y de las mozas. Embadurnan las calles de
antideslizante. Excluyen a los corredores fondones. Y a los borrachos
se los aleja del itinerario.
Esta última medida se antoja comprensible, como es
comprensible evitar la masificación, pero los encierros de esta semana
parecen una voladura controlada. Y se resienten de un escrúpulo
regulador y normativo. La policía Foral de Navarra parece incluso la
policía moral de Navarra, aprehendiendo chapas machistas y neutralizando
los comportamientos soeces. Terminarán generalizándose los tests de
alcoholemia a los atletas. Se los pesará y medirá. Y será sustituido e
busto de Hemingway por el de Paulo Coelho. Del verano sangriento al
estío vegano.
No, no se trata de reclamar la eucaristía de un
turista australiano ni exigir al personal un desmesurado tributo de
sangre, pero sí de significar la contradicción conceptual de unos
sanfermines edulcorados, incruentos y demasiado precavidos. Me lo decía
un amigo que no come, de costumbre, niños por la mañana: “El año que
viene se va a levantar a verlos su madre”.
El despecho del colega refleja el desconcierto de los
telespectadores. Elena Sánchez y Javier Solano nos cuentan los encierros
con pasión y criterio, pero la purificación de una sociedad que abjura
de los excesos y de los instintos -nadie habla aquí de vulnerar el
código penal ni el civil, pero sí de vulnerar el código moral- perjudica
la expectativa del peligro. Rápido y limpio. El encierro se celebra con
preservativo. Se despoja del morbo. Nadie desea la muerte de un
corredor. Pero no habría espectadores de Fórmula 1 si los coches
estuvieran protegidos. Correr delante del toro implica asumir que puede
cornearte. Y sentarse a observar el accidente por la televisión, u
observarlo desde las talanqueras nos confronta a la atracción atávica
del peligro ajeno.
Tan deportiva que la obsesión de los periodistas desplazados a la cobertura estriba en significar el tiempo del recorrido. Como si los toros fueran un relevo jamaicano. Y como si el requisito de la rapidez nos garantizara el objetivo de la limpieza
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