jueves, 6 de septiembre de 2018

Impresentable pasarela de feos en Valladolid

Emilio de Justo pincha la gloria en una corrida del Vellosino sin casta ni trapío

Emilio de Justo
Emilio de Justo - Heras



Desfile de feos sin trapío en Valladolid. Una pasarela de toros impropios de una feria de segunda -había pitones que hasta con lupa parecían de talla S dentro de la bastedad- y, para colmo, sin media gota de bravura. Ni en el exterior ni en el interior se hallaba lindeza alguna. El milagro hubiese sido que semejante corrida del Vellosino embistiera. Para juntar tal encierro hubo que ver no sé cuántos toros: ¡cómo serían los desechados! O quién sabe, porque hay equipos presidenciales y veterinarios con criterios que solo ellos entienden.

Menuda inauguración tuvo la tarde: a paso de gorrino a punto de la matanza, asomó un zambombo de 607 kilos. Todo carne insípida, a la que Morante puso sal en tres verónicas de ilusiones caducas.

 Poco duró el sueño con un vellosino tan desaborido. Solo el torerísimo principio de faena alimentó de nuevo la esperanza. ¡Qué naturalidad la suya! Pero tras una serie diestra, en la que un aficionado se arrancó con un fandango a deshora, «Barbudo» se disipó del todo y el sevillano agarró la espada. Los pinchazos mosquearon al personal y, con no no poca guasa, aplaudieron al buey mientras sonaba una ligera música de viento para el matador.

El frentudo segundo, un novillote, causaba más espanto que un susto en mitad de la noche. El caso es que este «Tiestero» metió la cara en el capote de José María Manzanares y algunos lo jalearon como si fuera la novena maravilla. Perdió las manos en varas y hubo ligeras protestas que se apaciguaron con los buenos pares de Rafael Rosa. Otra vez arreciaron los pitos al ver que el mansito derrapaba en la muleta manzanarista. La buena condición del animal quería ir y venir, pero era de mantequilla. Con tan blando material demasiado hizo el alicantino, que logró mantenerlo en pie con templadas series a derechas, con sobrada técnica y la búsqueda de las alturas y las distancias idóneas.

El fallo con su arma letal, cosa rara, se interpuso en el camino del premio.

Morante de la Puebla
Morante de la Puebla - Heras
Una hora después del comienzo del festejo salía el tercero. Otro ritmo parecía traer y la gente lo gozó en el acompasado capote de Emilio de Justo, sustituto de Cayetano. Verónicas con sabor. Las chicuelinas al paso encandilaron luego. Menos swing tuvo el quite con el capote a la espalda. Tras el brindis y con los tendidos a favor de obra, concedió distancias al toro a derechas. Esta vez se preocupó demasiado en componer y regustarse. Brotaron al natural zurdazos de corazón ralentizado al noble vellosino, de obediente embestida. Otra más a derechas, crecido el torero, que bordó los de pecho. Sonreía mientras paladeaba la conquista. La triada de naturales a pies juntos puso el do de pecho. Todo estaba a punto de caramelo para el triunfo grande, pero el acero se lo llevó.

La gente estaba como loca por ver a Morante y los «oles» estallaron incluso antes de que una verónica desperezase. No era horrible ni «ná» el desbravado torete, al que sopló unos naturales de naturalidad, así, como quien no quiere la cosa. Qué gozada ver a un torero derecho. Unos ayudados contuvieron una hondura que no se estila entre tanta superficialidad. Tras un abaniqueo, dio la sensación de que la obra ponía «the end», pero andaba con ganas el sevillano. Y siguió a derechas, inventándose un par de tandas que parecían un espejismo, un oasis de belleza en aquel mar de acarnerada fealdad. Saludó una ovación entre cierta división de opiniones.

La cosa podía empeorar. Y así fue: el quinto se pegó un volatín, se lesionó y fue para atrás. También asomó el pañuelo verde para el sobrero de José Vázquez. Al final, se lidió un remiendo de Garcigrande, que también enseñó pronto la lengua para no desentonar con los vellosinos. Eso sí, se movió más que los titulares en una faena con intermitencias de Manzanares.

A estas alturas, la gente estaba fuera de la corrida. Y la huida quiso emprender el sexto, que era el octavo ya... Emilio de Justo no se aburrió y exprimió la nobleza de «Bonito». Muy dispuesto, tiró del rival y cuajó tandas que supieron a gloria. Otra vez enamoró en los de pecho hasta la hombrera contraria y remató con el toreo a dos manos. Pura maravilla. Pero pinchó y se esfumó el premio. Aun así, aquel toreo brilló en su tarde con las figuras. Suyo fue el mejor lote de una impresentable vellosinada.



Tranquilos, los que mandan seguirán pidiendo estos toretes y habrá muchas más de un hierro que de «tacazo ganadero» no tuvo ni la expresión. Y la gente, una santa, hasta aplaudió...

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