lunes, 3 de diciembre de 2018

Andrés Roca Rey: "Brindé un toro a Victoria Federica por su juventud"

Creció en una familia acomodada de Perú y pasó su infancia jugando al tenis y al golf. Pero fue la pasión de su hermano mayor y de su familia paterna —los toros— la que transformó su vida.

Tenía 15 años y era la segunda vez que cruzaba el charco. En esta ocasión, sin billete de vuelta. Hasta el aeropuerto de Lima lo acompañaron su padre y su hermano mayor, Fernando. Juan José, el mediano, se despidió de él en la casa. Allí también se quedó su madre, llorando. Cuando llegó el momento de atravesar la puerta de embarque, su padre, emocionado, cogió a su hijo entre sus brazos y lo besó. Su hermano, con un gesto serio y distante, le tendió la mano: “A partir de ahora eres un hombre. Vas a vivir solo. Te deseo mucha suerte, torero”. Solemne, Andrés dio media vuelta y, cuando entró en el avión, una azafata le colocó una pegatina en el pecho que rezaba: “Menor no acompañado”. “Mi papá pagó por ese servicio. Me pusieron el sticker y me mandaron a la primera fila. Las azafatas se acercaban a atenderme: ‘¿Estás bien, niño?”.

Aquel hombre niño que llegó a España hace cinco años con muchas maletas y un sueño es hoy uno de los toreros más prometedores del momento. Andrés Roca Rey (Lima, 1996) domina a la perfección la ciencia de parar, templar y mandar. Sus corridas están cargadas de emoción y sentimiento. “Lo he visto varias veces y siempre en faenas extraordinarias. Sabe mucho de toros y da todos los pases, tanto con la capa como con la muleta. Es, sin duda, una de las figuras con más futuro en la historia de la tauromaquia. Tiene una valentía temeraria". Nos comenta su admirador y paisano Mario Vargas Llosa. "Roza el suicidio", resume el taxista que nos conduce a la entrevista.

Medio millón de espectadores, 89 orejas y 30 puertas grandes en 54 tardes esta temporada lo han convertido en el nuevo fenómeno del toreo del siglo XXI. El rey Juan Carlos, la infanta Elena, Joaquín Sabina, Andrés Calamaro o el propio nobel de Literatura son algunas de las personalidades que han ido a verlo torear. Sin embargo, fue un brindis mal interpretado a Victoria Federica de Marichalar, el pasado mes de agosto, lo que ha popularizado su nombre hasta para los antitaurinos. “He brindado toros al rey Juan Carlos, a la infanta Elena, a Victoria y a Froilán. A ellos más que nada por su juventud. Es bonito que gente como ellos asista a los toros”.

Una ola asesina

Roca Rey tiene porte de modelo. Es alto, delgado y de andares pausados. Desprende seguridad. Sus gestos son contenidos y elegantes. “Se torea como se es”, decía el célebre torero Juan Belmonte. En la figura de Roca Rey cobra sentido. Cuando terminan las presentaciones, toma asiento en una butaca para peinarse y aparece el niño. "¿Me veo gracioso?", pregunta a la maquiladora mientras saca su iPhone y pone morritos. Durante la sesión de fotos tres mujeres se acercarán entusiasmadas a saludarlo. "Te vimos en San Sebastián y nos encantas". Andrés esboza una sonrisa y da gracias con aplomo.

Roca Rey pertenece a una familia de la alta sociedad limeña. Su padre, el empreserario Fernando Roca Rey Müller, se dedica a los negocios familiares del algodón. Su madre, Mercedes Valdez, es un ama de casa que trabajó un tiempo en una compañía de seguros. Andrés no es el único torero de la familia. Su hermano Fernando, 10 años mayor que él, eligió ser matador y se fue a vivir una temporada a México. El mediano, Juan José, es banquero y apasionado del surf.

Con él —y no ante un toro—, Andrés vivió uno de los momentos más angustiosos de su vida. “Tenía ocho años y me fui a surfear con mi hermano. Él era muy bueno, pero yo era un niño. Empezaron a llegar olas, olas y olas... Me asusté. Pensé que me ahogaba. Pasé mucho miedo”.

Desde pequeño, sus hermanos fueron su inspiración a partes iguales. “Un día quería ser torero; otro, convertirme en surfero”. Hoy sabemos quién ejerció más influencia. La tauromaquia, además, está muy ligada a su apellido paterno. Su abuelo Juan fue empresario de la plaza de toros de Lima; su tío abuelo, Tuco Roca Rey, toreaba por afición y llegó a alternar con el mismísimo Manolete; su tío José Antonio fue rejoneador; un primo de su padre, novillero y ganadero

Ni coches ni golf

Ni la afición de su padre —“Manejar karts”— ni las actividades extraescolares a las que lo apuntaron —“Jugar al tenis y al golf”— consiguieron dis-traerlo de su deseo: ser torero. “Me gustaban los carros e ir a ver las carreras, y a los siete u ocho años llegué a ganar varios campeonatos de golf. Pero lo que me apasionó desde siempre fue el mundo del toro. Iba a ver a mi hermano y el ambiente, la música, la plaza... Los toreros para mí eran, bueno, son como dioses”.

Aunque el colegio no le gustaba, nunca repitió curso. Mientras crecía, también lo hacía la seriedad con la que cogía el capote y la muleta. Su decisión con el toro era tan fuerte que a los 14 años, cuando sus primos se marcharon durante el verano a estudiar inglés al extranjero, él quiso viajar a España.

 Sus padres accedieron, con la esperanza de que se quitara el toreo de la cabeza. Error. Andrés volvió más convencido. “Ese curso entrené como nunca”, asegura mientras se acomoda en el sofá y con una mano empieza a tirar compulsivamente de los dedos de la otra. Pasado un año, en 2013, hizo las maletas definitivamente. cuando llegó el día de su partida, su padre no se lo puso fácil. “No vas a ver a tus amigos hasta que regreses, que sabe Dios cuándo regresas”, le decía.

Andrés se mordía la lengua. En su último almuerzo le sirvieron un plato típico. “Creo que era un ají de gallina. Bueno, creo no. ¡Lo recuerdo perfectamente!”, ríe. Y su padre proseguía: “Ya no vas a comer esto hasta que regreses...”. Cuando terminaron, su hermano Juan José cogió su tabla de surf y se fue a la playa. “Donde yo pasaba los veranos...’, pensé al verlo marchar”. Al final, con las maletas en la puerta, su padre volvió a la carga: “¿Qué vamos a hacer con este capotito y esta muletita?

—comentó mientras le mostraba a su hijo sus avíos de torear—. ¿A quién se los vamos a dar ahora que tú ya no vas a estar aquí?”. En ese momento, Andrés se quebró, dio media vuelta y corrió al baño a llorar.

Tras aterrizar en Barajas, donde lo recibió un amigo de su apoderado, José Antonio Campuzano —un torero retirado que apostó por él desde el principio—, se instaló en Gerena, Sevilla. Allí llevaba una rutina casi monacal. “Vivía con otros dos toreros. Nos levantábamos en torno a las ocho. Corríamos, entrenábamos, toreábamos y a media mañana me acercaban al pueblo donde tomaba clases particulares”.

Cuando sus compañeros se fueron a hacer temporada, Andrés se quedó solo. “Había momentos muy duros. No tenía amigos ni vida social”. Su único entreteni- miento era ir los sábados por la noche al pueblo. “Pedía una pizza, me la llevaba a mi habitación y veía una película”. Era tal su compromiso que rechazaba las ofertas para hacer cualquier plan. “Me llamaban para ir al cine y me daba cosa. ‘¿Cómo voy a ir al cine si tengo que entrenar?”.

A los 16 años llegó su primera desilusión, que a la vez se convirtió en su primer paso hacia la gloria. “Toreé un festejo y los demás lo hicieron mucho mejor que yo. Me vine abajo completamente. En Lima siempre era el mejor, pero aquí... Entonces me di cuenta de que si estaba ahí tenía que intentar ser el número uno”. Un año y medio después, Andrés se tomó la revancha en Las Ventas. Era el 19 de abril de 2015 y antes de salir al ruedo una canción le cambió la vida.

“Estaba en el hotel escuchando una ranchera del mexicano Vicente Fernández, La vida es una copa de licor, y entonces escuché una frase que decía: ‘Por mucho que te cuides, valedor, jamás saldremos vivos de este mundo’. Pensé: ‘¡Es verdad! Tengo 17 años y de aquí a 80 lo más seguro es que esté muerto. Me va a dar igual lo que haya pasado hoy”. Algo en su cabeza hizo clic. “Ese día me transformé. Nunca me ha vuelto a pasar. Me dije: ‘Voy a salir ahí a lo que he venido: a disfrutar y a sentir el toreo, arriesgando y siendo el que quiero ser”. Recibió tres cornadas, cortó dos orejas y salió a hombros por la Puerta Grande. Esa jornada, el diestro peruano tocó el cielo de Madrid y empezó a escribir su leyenda.

Tras tomar la alternativa en Nimes, cinco meses después de haber escuchado aquella ranchera, Roca Rey ha llegado a la cima. Se codea con monarcas, ministros, deportistas y cantantes. “Vicente me invitó a su finca de México y le conté mi historia con su canción. Se rio mucho”. Con Joaquín Sabina comparte pasión por las rancheras: “Un día comimos juntos y acabamos cantando temas de José Alfredo Jiménez”.

Pero hay una personalidad que ha impresionado a Andrés: el rey Juan Carlos. Nunca olvidará la primera vez que fue a verlo torear. “Fue durante mi primera tarde como matador de toros en Sevilla.

 Me encontraba bien, con ganas de torear y por la mañana, al finalizar le sorteo, me dicen: "Oye, el rey va a venir a verte". Y pregunto: "¿Cómo?". Me puse nerviosísimo. Siempre he sido seguidor de la casa real y nunca lo había visto en persona. Recuerdo perfectamente que le brindé un toro”.

—¿Qué le dijo?

—“Por el respeto, por España, por la fiesta brava y también por el Perú”. Estaba lejos, en el palco real.

—¿Lo escuchó?

—No sé... Pero yo creo que él me entendió... Y también creo que en el palco hay un altavoz.

—Su profesión ya no es como antes. ¿Qué opina de los antitaurinos?

—Bueno, ya nada es como antes. Se han ganado muchas cosas y se han perdido otras. Yo tengo la suerte de ver las plazas llenas. Hay mucha afición y no te puedes imaginar la de gente joven que viene. Te motiva. Es algo especial.

—¿Cuál fue su primera cornada importante?

—Gracias a Dios no he tenido una cornada de esas que te pueden quitar la vida. Fue en el pie, me lo atravesó. ¿Pero de cornadas vamos a hablar?

—¿Se liga mucho siendo torero?

—¿La verdad? ¡Se liga!

Los días de corrida Andrés duerme mucho y no sale de su habitación. Tiene un preparador físico que lo adiestra como a un atleta y se viste de luces con la única compañía de su mozo de espadas. A diferencia de otros toreros, no lleva un altar con imágenes a las que encomendarse. “Es religioso, pero no va a las capillas de las plazas. No entiende por qué todos entran a la ida para pedir y no cuando acaba el festejo para dar las gracias”, nos cuenta su asistente de prensa y hombre de confianza, Marco Rocha. No se considera una persona supersticiosa, aunque alguna manía ha adquirido. “Un día en el patio de cuadrillas me dolía el gemelo y me puse a estirarlo porque lo tenía lesionado. Salió el primer toro y corté dos orejas. Lo repetí en el segundo y volví a cortar otras dos.

 Me pasé toda la temporada estirando el gemelo, incluso cuando no me molestaba".

Aunque se ha comprado una finca imponente a media hora de su ciudad natal, mantiene intacta su habitación en casa de sus padres, donde se queda muchas veces cuando vuelve a su país. “Las puertas de mi armario siguen llenas de figuras del toreo”, comenta.

—¿No tenía fotos de chicas?

—Esas las ponía debajo de mi almohada, para que no las mirara mi madre.

Ella fue la primera persona que vio en el aeropuerto la primera vez que regresó a casa. “Nunca va a despedirme. Pero siempre está ahí cuando vuelvo de viaje”.

*Este artículo fue publicado originalmente en el número de noviembre de 2018 de la revista Vanity Fair España.


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