Majestuosa faena de Morante en una tarde triunfal para El Juli y Manzanares, con pleno de cuatro orejas con un gran lote de Jandilla
Los diestros José María Manzanares y Julián López «El Juli» salen por la puerta grande tras la corrida de la Feria de San Fernando celebrada esta tarde en la plaza de toros de Aranjuez - EFE/Ismael Herrero
Rosario Pérez
A las siete en punto arrancó la banda sonora de su vida. De nuestra vida. Las notas del Himno Nacional galopaban con emoción por los tendidos del bicentenario coso de Aranjuez. En medio de los «¡vivas!» al Rey, que habían comenzado desde su llegada al remozado escenario, las palmas crecían hasta convertirse en un volcán de ovaciones. Era el día anunciado por Don Juan Carlos para su retirada de la agenda institucional, un histórico dos de junio en el que se rendía homenaje a Doña María de las Mercedes. En aquel merecido tributo habitaba la lengua materna de su afición taurina, con un retrato de la Condesa de Barcelona presidiendo el Palco Real. El planeta del toro siempre estará en deuda con Don Juan Carlos por su respaldo a la Fiesta en tiempos nada favorables para la lírica taurina. Máxima lealtad como Rey de los toros y aficionado más ilustre con su apoyo sin complejos a esta expresión genuina de arte. Y ese profundo arraigo se lo ha transmitido a la Infanta Elena, que asistió al homenaje a su abuela acompañada por su hijo, Felipe de Marichalar.
De la raíz que nace en la tierra y levita en el aire fue el toreo de Morante de la Puebla. Suyo fue el manantial de torería con un pequeño arroyo de bravura. No se puede desprender mayor perfume de Chanel con aquel lote de agua de colonia, pese a llevar el hierro de una ganadería de primera categoría, Jandilla. «Juglar» se llamaba este cuarto, al que bordó momentos que no se repetirían en toda la tarde, aunque sí los hubo más triunfales.
No se las prometía felices nadie en los tendidos, pero cuando Morante se agarró a las tablas y citó al toro la ilusión se renovó. Tres pases, con una trinchera y otro de la firma para andarle con galanura hasta el tercio. Renqueaba este «Juglar» de los cuartos traseros, pero el trovador de La Puebla del Río improvisó versos de renglones rectos y torcidos –¡qué maravillosa es la imperfección!– con un toro que obedecía pero no estaba para faenas perfectas. Aun así, los hubo inmaculados. Lejos de despedirlo hacia fuera, brotaron derechazos rematados en la cadera, donde se erige el puente de la profundidad. ¡Qué poco se ve eso! Sonó entonces el Concierto de Aranjuez. Y esa música que erizaba la piel se fusionaba con la armonía morantista. Se sucedieron los «¡vivas!» a España y al Rey.
Y en su honor nació la faena más majestuosa, desde un grácil molinete a esa izquierda presentada con naturalidad. De uno en uno fluían los muletazos para sacar líquido fresco de un pozo casi seco. El medio pecho ofrecido, el ritmo de la muñeca, el valor de cada dibujo. «¡Ole los toreros buenos!», exclamaron tras un abaniqueo que encandiló antes de perfilarse para matar. «¿Por qué no te callas?», replicó otro con guasa. La estocada resultó defectuosa y todo quedó en una oreja.
El sello morantista se tatuó desde el saludo rodilla en tierra al primero, con una larga cosida a verónicas y una media de inequívoca autoría. Otra larga con añejo sabor antes de las chicuelinas del quite: por Chicuelo nadie torea como Morante. Tenía calidad este «Minero», pero las fuerzas contadas. Y el sevillano las administró desde los ayudados por alto. Un molinete dio paso a una ronda de derechazos de elegante naturalidad. Ciencia y sabor en los zurdazos para coserlo a media altura, que era lo que pedía el toro, pero embraguetándose con él. Intercaló ambos pitones y aprovechó con gusto el medio viaje del jandilla. Para completo, el pase de pecho a la hombrera contraria. Una sola doblada bastó para cuadrarlo, pero pinchó y la cosa quedó en saludos.
Un zapato era el segundo, con un cuello y unas hechuritas ideales para embestir. Cómo fue la corrida de Jandilla: propicia para el éxito, pero justa de presencia y algunos con caritas abrochadas de festival. Costaba cambiar el chip tras veinte tardes de San Isidro. Lo comentaban los aficionados: «Qué raro parece todo, esto parece un ensayo». Pero era una realidad, la otra realidad de los ruedos que no son de primera, tan necesarios. Y de lujo era el cartel confeccionado por Zúñiga, con dos de las figuras ausentes en la feria venteña.
El primer trofeo se lo embolsó El Juli, que calentó por zapopinas. Comenzó luego toreramente rodilla en tierra, crecido desde un inicio coronado con un pase de pecho de ajuste. Con la listeza del tiempo y las distancias precisas, aprovechó la embestida por ambos lados. Curiosamente, lo que más prendió la chispa fue un racimo de molinetes. Como luego lo que más se jalearía por la galería fue el circular invertido en un buen quinto al que había quitado por chicuelinas de compás abierto. Aunque al principio tenía tendencia a puntear los engaños, Julián López lo pulseó con maestría en notables tandas. Paseó el galardón que le aupaba a hombros.
Los mayores triunfos los cosechó Manzanares, que hizo pleno con cuatro orejas. Menudo lote excelente le tocó. Para soñarlo. Repetía el bravito tercero mientras Manzanares componía y lo templaba a su modo, unas veces en línea y otras más en redondo; eso sí, el espadazo fue de premio. Una máquina de embestir parecía el sexto, incansable tanto en muletazos soberbios como en otros más bruscos y acelerados, con la gente a favor de obra. El esplendor en la arena llegó con un mágico cambio de mano. La mano con la que luego cumplimentaría a Don Juan Carlos junto con sus compañeros. Toreo y gloria en honor al Rey de los toros, que recibió el brindis de la terna. Por la Corona y por España.
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