La desesperante e inacabable lentitud de
un muletazo, la naturalidad que aflora en toda su esencia en faenas
fascinantes, el valor consciente que viola la norma, lo han cuajado en
torero importante. De hecho, es un modelo de torería en el ruedo. Un
referente de lo diferencial. Su forma de hacer el toreo resume la
tauromaquia de todos los tiempos y, a la vez, configura la más deseada
renovación.
Sin duda, fue el más deseado y esperado en
la tarde del pasado Día del Pilar. El ruedo maestrante fue lugar
obligado para la emoción. Sobre todo, cuando apareció una visión
completamente distinta del arte de torear. Pablo Aguado
lo hizo tan despacio con el capote que pareció parar el tiempo. Fue tan
diferente la verónica que, con cinco lances, le dio belleza a una lidia
de atinada mezcla de naturalidad y buen gusto. Las escasas embestidas
del toro no dieron para mucho más, pero sí volvieron a mostrarse
momentos, detalles, de unas formas en las que se concentra una
tauromaquia de emotivas historias.
Y es que poco interesa la vulgaridad
previsible de muchas tardes de toros, pero sí, y mucho, toreros que
contribuyan a sublimar la lidia con sólido soporte emocional. Interesa
quien sea capaz de firmar media docena de naturales de impacto con el
alma rota y el sentimiento hecho toreo. Quien sea capaz de definir por
exceso la capacidad artística de su concepto. En el toreo todo es más o
menos sabido. Sin embargo, de cuando en cuando surge algo que no parece
lo conocido. Es la luz que ilumina el futuro.
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