martes, 11 de octubre de 2022

A VEINTIUN AÑOS DEL ULTIMO REENCUENTRO DE LOS EXALUMNOS DEL COLEGIO SAN JOSE DE MERIDA

Álvaro Sandia Briceño

EL REENCUENTRO

En este mes de octubre se cumplen veintiún años del Segundo Reencuentro de los Exalumnos del Colegio San José de Mérida, que tuvo lugar en esta ciudad durante los días 12 y 13 de octubre del 2011. 

Fueron días de intenso calor humano. Nos vimos, nos reconocimos y nos abrazamos los que fuimos muchachos en el Colegio y nos reencontramos siendo todos, o casi todos, unos señores de pelo cano, algunos calvos y con arrugas y todos con mucha experiencia en la vida. Recordamos hechos, anécdotas e historias. Los sobrenombres que les pusimos a los curas: Machin, Tío Tigre y Tío Cachorro, Tachuela, Manzanita, Macho Viejo, Pata ´e Croche, y tantos otros, y los de los compañeros: El Ciego, El Abuelo, Tony Curtis, El Cambeto, Cocoliso, Mata de Vainas y los que por prudencia no es bueno repetirlos. Hubo Misa en la Catedral, desayunos, almuerzos, cenas, conferencias, charlas, clase magistral, partidos de futbol, Ofrenda floral al Libertador, discurso de orden, visita a San Javier del Valle y al viejo Colegio San José, revivimos las Fiestas Rectorales, hubo cochino encebado y hasta novillada en la Plaza de Tientas del Mérida Country Club con alguna rotura de ligamentos del veterano “mataor” muy fuera de forma. Nos reímos mucho y pasamos el susto los organizadores cuando fuimos a pagar los compromisos económicos y no alcanzaron los cobres. Pero a veinte años de aquellos días, no podemos menos que recordar lo bien que lo pasamos y musitar una oración por los que vinieron al Reencuentro y hoy están en el reencuentro definitivo cerca de nuestro Patrono San José y de la Virgen del Colegio.

EL FUNDADOR SAN IGNACIO DE LOYOLA

Al iniciar este escrito es oportuno evocar al fundador de la Compañía de Jesús, Ignacio de Loyola, el primer jesuita elevado a los altares y quien siempre sirvió de ejemplo para todos los alumnos no solo en el Colegio San José, sino también en los centenares de institutos de enseñanza patrocinados por los jesuitas en todos los confines del mundo.

Dicen las escritoras María Lara y Laura Lara en su libro “Ignacio y la Compañía” (1. Editorial EDAF, Madrid 2013, galardonado con el XIII Premio Algaba), que “Cuando un caballero guipuzcoano resultaba herido de un cañonazo en Pamplona no podía intuir que, en 1540, se convertiría en el fundador de la orden religiosa católica más importante de la Historia. Desde los inicios de la Compañía, sus miembros han sido hombres de frontera, dispuestos a desplazarse a las situaciones donde otros no han podido o no han querido estar, a fin de acabar con las injusticias y solidarizarse con las víctimas. Al servicio de la “Mayor gloria de Dios”, como reza su lema, los Amigos de Jesús saltaron de inmediato de su organización interna a la Historia Universal, no solo por hallarse en la exploración del orbe cuando en pleno Renacimiento se estaban dilatando sus márgenes, sino porque el poderoso cuarto voto, de absoluta obediencia a Roma, los colocaba en un papel incómodo ante los regímenes temporales, en tanto en cuanto desde sus filas se creían ya ciudadanos, de carne y hueso, de una ciudad de Dios susceptible de ser contemplada en torno a la plaza de las misiones”. 

Los Jesuitas “Afrontaron el reto de inculturar el cristianismo en el Nuevo Mundo, en Asia y en Oceanía, sin ser militantes se agruparon por el nombre de Dios en compañía y soportaron las disoluciones decretadas por los recelos regalistas o los vientos de la secularización.

Consiguieron reinventarse una y mil veces manteniendo su estilo”, según las mismas autoras antes citadas. Los Jesuitas siempre se han mantenido firmes en sus propósitos desde el fundador san Ignacio de Loyola hasta el Papa Francisco, el primer pontífice de la Compañía de Jesús, lo cual ha significado que, por primera vez en la historia de la catolicidad, el Papa blanco Francisco y el Papa negro, el venezolano Arturo Sosa Abascal, sean ambos jesuitas y tengan sus despachos apenas a unos centenares de metros uno del otro, en la milenaria Roma.

Iñigo López de Loyola, como se le conoció al comienzo de sus andanzas, fue un joven singularmente inquieto. Nació en Loyola el 24 de diciembre de 1491 y fue el último de los ocho hijos y tres hijas de una familia cuyas propiedades estaban ubicadas entre las villas de Azpeitia y Aizcoitia, en el valle de Loyola. En su juventud aprendió a manejar la espada, porque se preparaba para ser un gentil hombre.

Le gustaba la música y el baile y copiaba textos con una muy buena caligrafía. Se trasladó muy joven de Guizpúzcoa a Arévalo y entró a trabajar en la familia de Juan Velázquez de Cuéllar, contador mayor de los reyes cuya esposa, María de Velasco, formaba parte de la corte como dama. Iñigo, cuentan sus biógrafos, era un tanto enamoradizo.

Pronto fue llamado a integrar los ejércitos reales y en 1521 y con 30 años de edad, participó en la defensa de Pamplona que era atacada por el ejército francés. Durante el cerco a la fortaleza de esa ciudad fue herido el 20 de mayo de ese año cuando una bala de cañón le fracturó una pierna y le lesionó la otra. La caída de la fortaleza se produjo el 23 o el 24 de ese mes. Se cuenta que una tía monja suya, que había seguido de cerca la carrera de Iñigo en la corte y en la milicia, le había vaticinado “no sentarás la cabeza ni escarmentarás hasta que te rompas una pierna” y en su caso las palabras de la tía monja se cumplieron plenamente. 

Fue llevado para que se curara de las fracturas y de las dolorosas operaciones a las cuales fue sometido a la Casa Mayor de una de las propiedades de su familia en Loyola. Como no podía sostenerse de pie tuvo que permanecer acostado en buena parte de su convalecencia y pidió que le llevaran libros de caballerías tan de moda en su tiempo. No había libros de este tipo en la biblioteca del castillo y le llevaron La Vida de Cristo del cartujo Ludolfo de Sajonia y también se adentró en el Flor Sanctorum de Jacobo de la Vorágine. Estos libros le hicieron meditar y comparar su vida, la que había llevado hasta el momento en que fue herido, con la que podía ser en el futuro de seguir las instrucciones de los santos de sus lecturas, Santo Domingo y San Francisco, que habían suscitado en su interior un cúmulo de emociones contradictorias. Dejaría de ser caballero de Su Majestad para convertirse en peregrino en la búsqueda de Dios.

En su Autobiografía, nos dice el que sería santo que “Cobrada no poco lumbre de aquesta lección, comenzó a pensar más de veras en su vida pasada, y en quanta necesidad tenía de hacer penitencia della”.

La conversión de Iñigo coincidió con la expulsión de la iglesia romana del agustino alemán Lutero, excomulgado por el papa León X el 3 de enero de 1521. 
Martín Lutero, un monje de clara inteligencia que hacía vida en el monasterio de Erfurt, era doctor en teología y se desempeñaba como profesor de la Universidad de Wittenberg. Se declaró en rebeldía contra la iglesia tradicional que representaba el Papa. El 31 de octubre de 1517 clavó en las puertas de la iglesia de Wittenberg sus famosas 95 tesis. Según Juan Antonio Vilar Sánchez “Sus ideas (las de Lutero) calaron rápidamente en el pueblo, sometido en lo espiritual y en lo material a una estructura eclesiástica corrupta, insaciable, incumplidora de los preceptos mínimos de la fe, acaparada por los poderosos que la usaban para el beneficio económico de los suyos. Lutero supo aprovechar el vacío de poder central existente en el Imperio (de Carlos V), decantándose por una alianza con la nobleza, dejándose proteger por ella. Roma reaccionó excesivamente tarde, amenazando a Lutero con la excomunión (Bula Exurge Domine de 15 de junio de 1520) si no se retractaba en el plazo máximo de 60 días de los 43 graves errores que incluían sus tesis. Finalizado el plazo sin haberse retractado, Lutero fue excomulgado en la Bula Deccet Romanum Pontificem” (2. Juan Antonio Vilar Sánchez. Carlos V, Emperador y Hombre. XIII Premio Alcaba. 2ª Edición. Edaf, 2015). 

Refugiado en el castillo de Wartburg, cerca de Eisenach, Lutero tradujo la Biblia al alemán que selló la ruptura con la iglesia y que fue ampliamente difundida por la imprenta que apenas se iniciaba, inventada por Johann Gutenberg (Maguncia, Hesse 1397-Maguncia 1458), quien en 1450 logró fundir en plomo una serie de pequeños sellos, cada uno representaba una letra que al reunirlos constituían una página entera de tipos que podían volverse a configurar. Esto permitió imprimir un gran número de libros diferentes y sobre todo con muchas copias abaratando los libros y permitiendo la masiva lectura de los mismos, reducida antes a los copistas enclaustrados en monasterios y conventos. Lutero fue uno de los primeros beneficiarios de este invento y le permitió difundir la traducción de la Biblia del latín al alemán y luego su pensamiento rebelde. 

Pero volvamos a nuestro personaje Iñigo López de Loyola y alejémonos un tanto de Lutero, no nos vaya a alcanzar la excomunión dictada por el papa León X.   
 
El periplo de Iñigo, una vez restauradas sus fuerzas, es más que interesante, porque al año siguiente, 1522, abandona Loyola y se hace peregrino y vela las armas ante la Virgen Morena de Monserrat del 24 al 25 de marzo. En 1523 solicita autorización papal para viajar a Jerusalén y regresa a Venecia en enero de 1524. En 1526 reside en Barcelona y luego se instala en Alcalá de Henares y en el verano de 1527 pasa a Salamanca. Por fin llega a París en 1528 donde comparte cuarto con Pedro Fabro, nacido en Savoya, y con Francisco Javier, de origen navarro. En 1533 consigue la licenciatura en letras. En 1534 hace la profesión en la colina de Montmatre. El 27 de septiembre de 1540 funda la Compañía de Jesús mediante la bula Regimini Militantis Ecclesiae y en 1541 es elegido como su Primer General. 

Fueron 19 años de mucho andar, desde Loyola hasta Roma, para algunos es la culminación de esta etapa de su vida, para otros apenas es el comienzo de otra que iba a escribir con letras indelebles en la historia de la humanidad.

La Compañía de Jesús, la obra de Ignacio de Loyola, pronto inicia su penetración en otras tierras y así en 1542 llega a la India y en 1549 Francisco Javier arriba a Japón. En 1572 se crea la Provincia de México, en 1577 Gregorio Céspedes entra en Nagasaki, en 1582 Matteo Ricci lleva el cristianismo a China, en 1593 el mismo Céspedes empieza su obra en Corea.

En 1609 se funda la primera reducción jesuita guaraní San Ignacio Guazú y en 1613 Pedro Páez Jaramillo llega a las fuentes del Nilo Azul, fue el primer europeo que bebió café y dejó documentos al respecto.

Aquí en América los jesuitas desembarcaron en 1549, en 1553 están en Brasil y en 1556 arriban a las costas de Florida.

LOS JESUITAS EN MERIDA
En Venezuela, o lo que ahora es nuestro país, los jesuitas llegaron en 1614 y a Mérida en 1628.

La Mérida de ese tiempo sería un puñado de casas y habitada por unos centenares de habitantes. Los jesuitas han tenido una manera especial de otear el horizonte de los pueblos y al fundar en ese año de 1628 el Colegio de San Francisco Xavier tuvieron que presumir que esta ciudad sería en el futuro un centro de actividad humanística, cultural e institucional. El Colegio San Francisco Xavier funcionó hasta 1767 en que Carlos III expulsa a la Compañía de los dominios de la monarquía hispánica.

Los jesuitas volvieron a Mérida en el año 1927 y fundaron el Colegio San José en una ciudad que tendría unos seis mil habitantes donde estiraban su pereza ocho calles longitudinales y veintitrés transversales como en Signos de Mérida nos lo dice Emilio Menotti Spósito, de difícil acceso por vía terrestre aunque ya se había inaugurado la Carretera Trasandina, obra trascendental construida en el gobierno del General Juan Vicente Gómez, y que unió a los andes con el resto del país. Antes de la puesta en servicio de la Carretera Trasandina era más fácil para los andinos comercializar su producción agropecuaria en Cúcuta o educar a los hijos en Pamplona, que pensar en hacer lo mismo en el centro del país o en Caracas. 

El Padre Julián Barrena, uno de los primeros sacerdotes jesuitas que arribaron a Mérida en este segundo colegio, narra su periplo para llegar a nuestra ciudad De Valera hasta Mérida el viaje fue un martirio. Baste decir que tardamos más de ocho horas hasta el Páramo…la bajada no fue tan laboriosa, si bien algo en las curvas (4. Julián Barrena. “Los comienzos del Colegio San José de Mérida”. Caracas, 24 de mayo de 1942). Antes de llegar a Valera, el Padre Barrena y sus acompañantes desde que partieron de Caracas, habían pernoctado en Valencia y Barquisimeto, fueron cuatro largas jornadas.

El Dr. Florencio Ramírez, Secretario General de Gobierno del Estado Mérida, en discurso pronunciado el 19 de diciembre de 1927 con motivo de la inauguración del nuevo pavimento de la Plaza Bolívar de Mérida, al elogiar la culminación de la Carretera Trasandina, se expresó así: "Al salvar las enormes distancias, nos puso en comunicación con el mundo.

¡Parece una creación de la fantasía que los que habitamos en pleno centro de la cordillera, estemos hoy a tres días de la capital de la República! Ved, pues, como el pico y la azada, al ensoñorearse del viejo imperio de las águilas, abrieron amplios y hermosos horizontes para Mérida" (5. Florencio Ramírez “Palabras en la inauguración del nuevo pavimento de la Plaza Bolívar de la Ciudad de Mérida el 19 de diciembre de 1927”.  Imprenta del Estado Mérida. 1927). 

El Padre Barrena y el Dr. Ramírez, en sus testimonios, reflejan las dificultades y la lejanía que suponía el viaje de Caracas a Mérida en esos tiempos, y permiten admirar, aún más, la labor que se proponían iniciar los jesuitas al instalar el Colegio San José en nuestra ciudad.

El Colegio San José de Mérida se impuso por la calidad de la educación y la disciplina. Los jesuitas aplicaron el método de enseñanza propio de la Compañía, la pedagogía ignaciana.

 MIS RECUERDOS DEL COLEGIO 
Han sido muchos los autores que han escrito sobre la historia de nuestro colegio y una de las más importantes es la obra “El Colegio San José. Los Jesuitas en Mérida (1927-1962” de Carmen H. Carrasquel Jerez, editada por la Universidad Católica Andrés Bello (Caracas 1998), por lo cual no voy a ahondar en este tema, pero si voy a apelar a mis recuerdos como alumno del Colegio desde tercer grado de primaria hasta que recibí el Título de Bachiller en Humanidades como integrante de la Promoción “César Humberto Niño S.J.” del año 1959.

Ingresé al Colegio San José como alumno de tercer grado en el año 1950. Nuestra maestra era la señorita Chepina Varela y las aulas, desde primero hasta quinto año, estaban ubicadas en unas modestas edificaciones al lado de los campos deportivos.

Nosotros jugábamos en los campos de futbol pequeños, más apropiados para nuestros pocos años aunque también teníamos al lado, el Estadio Lourdes, que se utilizaba para los encuentros oficiales del Campeonato de Futbol de Primera Categoría del Estado Mérida, en los cuales la gran rivalidad eran las escuadras del San José y la Universidad, otros equipos fueron el del Liceo Libertador y el Deportivo Mérida, este de fugaz paso en el futbol merideño.

Para los padres y hermanos jesuitas el undécimo mandamiento era el futbol, deporte que era de casi obligatorio cumplimiento. El uniforme oficial de los equipos que competían en los campeonatos estadales, desde Primera Categoría hasta las divisiones juveniles e infantiles, era igual al del Atlético de Bilbao, camiseta a rayas verticales rojo y blanco, pantalonetas azul marino y medias negras, y no podía ser de otra manera, porque la mayoría de ellos eran vascos nacidos en Amorebieta, San Sebastián, Pamplona, Tolosa, Echalar, Mundara, Pitillas, Estella, Bilbao o en Vergara, y querían recordar al equipo que vieron en el antiguo Estadio de San Mamés anidar goles en las porterías de los equipos visitantes. 

En cuarto y quinto grado la maestra fue la señorita María Teresa Varela y el Padre Martínez y el Hermano Bonett, los encargados de supervisar a los alumnos.

La lectura de las notas que calificaban nuestros estudios se hacía mensualmente. El Padre Rector del Colegio, José María Velaz, luego fundador de la organización Fe y Alegría, lo hacía con voz parsimoniosa. Era grato escuchar cuando llegaba mi nombre: “Sandia Briceño Álvaro José: 100 de izquierda a derecha y de derecha a izquierda”, otros no llegaban a esas cotas de rendimiento. No se aplicaban castigos por las notas pero si por faltas de conducta. Alguna vez nos dejaron a los alumnos de cuarto y quinto grado castigados un sábado de 10 a 12 (salíamos a las 9:50 ese día) porque se nos ocurrió ver por la cerca de alambre de púas que dividía el campo de fútbol de los potreros de la Hacienda La Magdalena, donde hoy se encuentra el Edificio Administrativo de la ULA, como un caballo saltaba a una yegua en celo. Alguno de los compañeros, que también estuvo presente en esa travesura de muchachos, nos acusó con las maestras y estas con el Padre Martínez. El castigo consistió en escribir el Rosario completo empezando por el Señor mío Jesucristo y seguir desde el primer misterio hasta el quinto.

Creo que ninguno lo llegó a terminar y a las 12, por lástima, nos dejaron ir para nuestras casas.

Desde sexto grado hasta el quinto año de bachillerato las clases se dictaban en el edificio principal del Colegio, esa mole gris ubicada entre las longitudinales Calles Zerpa y Rodríguez Suárez y las transversales Rangel y Ayacucho y que tiene su historia porque el primer lote de terreno fue comprado por el Padre Zumalabe en 1930 para construir una edificación educativa, ese terreno tuvo un costo de Bs 16.000 y allí se edificó el nuevo Colegio, que era una manzana completa con frente a las cuatro calles. Entre 1931 y 1940 se compraron otros terrenos para los campos deportivos. La construcción del edificio se inició en 1937 y se terminaron, aunque no completamente en 1944. En 1951 se compró una vieja casa con frente a la Calle Ayacucho donde se construyeron las piscinas y el salón de actos del Colegio, el cual estaba unido al cuerpo central y al lado de la Capilla por un túnel que pasaba por debajo de la Calle Ayacucho para permitir el acceso directo desde el Colegio hacia las áreas deportivas.

Los alumnos nos sentíamos orgullosos de todo lo que tuviera relación con el Colegio. En las   fiestas patrias, los muchachos desfilábamos por las calles de la ciudad con nuestro uniforme: pantalones azul marino, camisa blanca y corbata negra, precedidos por la Banda de Guerra que dirigía el Hermano Larumbe, todos con gran marcialidad y disciplina, porque los ensayos previos eran obligatorios. 

Si Iñigo de Loyola en sus mocedades fue caballero al servicio del rey, el Colegio San José también tenía que tener un Escuadrón de Caballería para participar en los desfiles. El Escuadrón de Caballería del Colegio estaba integrado por muchachos cuyos padres poseían haciendas en las cercanías y por aquellos que podían pagar el mantenimiento de los caballos. Era impresionante ver a los jóvenes en sus cabalgaduras, entre los cuales recuerdo a Ali y Luis Alfonso Dávila, Eloy Antonio Dávila, Álvaro Parra Dávila, Rafael y Ramón Iribarren, Ildemaro Molina, Germán Nucete, Bernardo Celis y Plinio y Santiago Musso, entre otros. Los potreros y las caballerizas de la Hacienda Santa María, propiedad del doctor Alfonso Dávila Matute, donde hoy se ubica la Urbanización Santa María, fue lugar propicio para que los alumnos que no eran merideños tuvieran allí sus caballos. El profesor del Escuadrón de Caballería, de origen español, de apellido Guerrero, dirigía desde su caballo Califa los entrenamientos de los jóvenes jinetes muchas veces realizados en la Hacienda Santa María con el Dr. Dávila, de polainas y foete en mano, mirando con rostro risueño y a veces severo, las vueltas y revueltas de caballos y caballeros (6. Agradezco a mi estimado amigo y ex alumno del Colegio San José, Luis Alfonso Dávila García, sus importantes informaciones para la redacción de lo relacionado con el Escuadrón de Caballería).

Cuando se inauguró el Parque de los Chorros de Milla con asistencia del General Marcos Pérez Jiménez, Presidente de la República, el Escuadrón de Caballería del Colegio San José vistió su uniforme de gala para presentar los respetos al Primer Mandatario y a su comitiva, ganándose los mejores elogios de los que presenciaron el acto por la elegancia con que los jóvenes jinetes manejaron bridas y espuelearon ijares.  
 
Estudiaba sexto grado (1953-1954) cuando se impuso un uniforme para los desfiles y actos del Colegio, que consistía en pantalones beige y chaqueta y gorra marrón con camisa blanca y corbata negra, que nos asemejaban a unos cadetes de cualquier escuela militar.

Recuerdo haber ido a la Sastrería La Floryola, una cuadra y media arriba del Colegio y frente al Boulevar de los Pinos del antiguo Seminario de Mérida, para tomarme las medidas. El experimento no duró más de un año porque como estábamos en plena etapa de crecimiento, era oneroso dotarnos de un uniforme nuevo cada vez que nos “estirábamos” y no podíamos desfilar con pantalones y chaquetas “zancones” como se nos decía en ese tiempo.

LA IMPRONTA DE LOS JESUITAS   
La influencia del Colegio San José de Mérida, en los treinta y cinco años en que estuvo educando a la comunidad merideña y a los jóvenes de diferentes partes del país, se hizo sentir siempre y aún después de su lamentable cierre en el año 1962.

Muchos venezolanos de todas las clases sociales pasaron por sus aulas.

Tenía un sistema de becas en las cuales se imponía a los padres y representantes la obligación de mantener el secreto de que el alumno gozaba de una beca, para que éste no se sintiera inferior al que sí podía pagar el costo de las mensualidades.

Fueron cientos y miles de muchachos que pasaron por las aulas, casi todos sacaron provecho de las enseñanzas y de la disciplina que impartían los sacerdotes, los hermanos y los profesores de las distintas materias.

La impronta del Colegio San José en la sociedad venezolana todavía se hace sentir. No hubo actividad en los organismos oficiales y en las empresas privadas y actividades sociales que no fuera permeada por los alumnos del Colegio y por eso Parlamentarios, Ministros, Gobernadores, Embajadores, Magistrados de los más Altos Tribunales de Justicia, Rectores, Vicerectores, Secretarios de la Universidad y Decanos, Presidentes de Academias, Presidentes de Institutos Autónomos, Presidentes de Concejos Municipales y los actuales Alcaldes, Presidentes y Directores de Bancos y Empresas de Seguros, Presidentes de Clubes sociales y deportivos, en fin, toda la geografía del país supo, en mayor o menor escala, lo que significaba tener a un ex alumno del Colegio San José al frente de cualquier actividad importante que se pudiera desarrollar.

Todos los que estudiamos en el Colegio San José recibimos la educación jesuita, ese sistema de enseñanza fundamentada en los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola. 

Se buscaba la espiritualidad y también el conocimiento académico para un desarrollo total de la personalidad al servicio de Dios y del prójimo. A medida que crecíamos en años se nos exigía más, pero siempre acorde con nuestras condiciones físicas y mentales. Las evaluaciones periódicas nos fueron orientando hacia las carreras universitarias o técnicas que luego seguimos. No todos fuimos “doctores” pero trataron de que fuéramos “doctos”.

Creo que los Padres Rectores, Prefectos, Espirituales, sacerdotes y hermanos jesuitas, profesores y nuestras maestras de primaria, deben de sentirse todos orgullosos de la cosecha que recogieron cuando sembraron sus sabias enseñanzas en nosotros.

El lema de la Compañía de Jesús es AD MAIOREM DEI GLORIAM (A la mayor gloria de Dios) y no lo hemos defraudado. La cosecha del Colegio San José ha sido pródiga.
Laus Deo.
 4-X-2022

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente recuerdo. Gran trabajo.

Anónimo dijo...

Gracias estimado amigo por compartir tan exquisito texto, disfrute su lectura con mucha emoción y agrado.

Alfredo Febres-Cordero dijo...

Excelente escrito mi querido amigo Alvaro. Emociona leerlo. Agradezco mucho tu maravilloso recuento histórico