Crónica de la 7ª de la Feria de San Isidro
Mundotoro
Pasaba el reloj por cinco minutos las nueve de la noche, cuando Emilio de Justo cruzaba la línea que acerca la muerte a la vida, para honrar ésta última. Es el toreo el acto que más engrandece la vida, porque, precisamente, se encarga engrandecer la muerte de un toro bravo. Así fue ‘Pajarito’, de La Quinta, que hizo recordar fantasmas pasados, cuando en sus viajes encastados, todavía sin entrega, alzó a Emilio de Justo. La caída con el cuello heló a los tendidos. ¡Otra vez no! Era el primer paso de la faena de su vida en Madrid. Las Ventas rugió con Emilio de Justo, su torero de esta década, que volvió a rendir a la afición madrileña. Una Puerta Grande que se quedó en el filo del verduguillo. Un golpe de emoción. Un chasquido a la feria. Llegaba Miguel Ángel Perera a su segundo paseíllo para completar un ‘sanisidro’ impecable, mientras que Ginés Marín debutaba con una corrida de La Quinta noble, a la que le faltó una mayor emoción en algunos toros con opciones. Todo se concentró en ‘Pajarito’.
Llegaba Emilio de Justo para reconquistar Madrid. Cerrar un círculo que comenzó en su arena. Enamoró a los tendidos de salida por su estampa el quinto. Una ovación de gala nada más saltar al ruedo. Bajo, de manos cortas, cárdeno claro, fino de hechuras, de lomo recto, astracanado, con cuello y muy serio por delante el de Martínez-Conradi. Con mucho perfil, al tener longitud de pitón. Se arrancó pronto y empujó de bravo en el caballo, donde se le cuidó en el castigo. Comenzó Emilio de Justo por abajo la faena de muleta, cuando el de Conradi marcó su exigencia por su corto recorrido.
Un torrente de casta en las primeras series sobre la mano diestra, de suma exigencia. Estaba en el ambiente la sensación de que cualquier error iba a costar caro. Que entre embestida y muleta debía existir un embroque completo. Algunos ya estaban viendo la movilidad -en la línea para decantarse sobre ella obviando la falta de entrega-, cuando Emilio de Justo cruzó la raya de la verdad. El primer viaje del astado, a la altura de la rodilla, levantó al extremeño varios metros. La caída, sobre el cuello. Apenas ya casi se vieron los siguientes viajes de los pitones a centímetros de la cara. Los tendidos ya miraban casi ciegos al diestro.
Era el final de la batalla, el principio de la bravura y el arranque del toreo. De frente, desnudo con el arma de la verdad, siempre con el pecho por delante, se fajó Emilio de Justo al natural con el toro, también sucumbido a la grandeza del toreo, pero sin regalar nada en grado sumo de exigencia. Roto el torero. También el público, que aplaudía en pie como un resorte al final de cada serie. Una emoción desbordada. Soberbio y puro al natural. De uno en uno, cargando la suerte y adelantando la pierna, a medida que echaba la muleta al hocico. No cabía más verdad, ni más pureza. Tanto, que se fue a los medios, para rendir honores a la bravura en la suerte suprema. La espada entró, pero su colocación trasera requirió el uso del descabello. En ese filo de acero tan corto se quedó una Puerta Grande de tanta grandeza. La vuelta al ruedo fue unánime.
Ya se había visto a Emilio de Justo centrado en su primero. Un toro de La Quinta que se empleó tanto en los primeros tercios, que llegó a la muleta con la gasolina justa, para llegar a los finales de muleta por abajo. Y eso que el extremeño cuidó siempre los tiempos entre series y serie. También, entre muletazo y muletazo, buscando el pitón contrario, para ligar no más de tres y el de pecho, ya cuando el toro perdía su celo. Como no hubo emoción, midió bien los tiempos y se fue pronto a por la espada.
Miguel Ángel Perera completó una feria impecable. No se empleó el cuarto, siempre midiendo cada embestida. Ni tampoco se terminó de entregar el público con una faena de Miguel Ángel Perera que siempre buscó la colocación y el poder a base de toques fuertes, pero no desplazadores. Sin posibilidad de ligazón, pues los viajes eran por dentro cuando había exigencia. De trazo templado, alargando y pudiendo al toro. Sin alardes. Una faena que en otras tardes, o con otro nombre, se habría reconocido más en los primeros compases. Sí entró el público en el tramo final, aunque no de la manera que merecía. Dio una vuelta al ruedo. Ya estuvo importante con su primero, un toro de embestida irregular. De embestidas extraordinarias, como otras sin embroque a media altura. A ambas, las toreó con pulso. Bajó la mano a las primeras y aguantó impávido las restantes, cuando ya el toro marcaba su tendencia hacia los adentros. Intachable su tarde.
Ginés Marín sorteó dos toros con opciones, válidos, para cualquier plaza, menos para Madrid. El tercero tuvo nobleza y una embestida con clase, para el toreo sin inercias. Ese, precisamente, que se forma con paciencia y con una colocación necesaria al hilo del pitón, para tirar de la embestida sin toques. Al contrario que el sexto, que estuvo más cómodo en la inercia y en los terrenos paralelos a tablas. No estuvo acertado con la espada. Era la faena después de la emoción más verdadera: la del toreo. Y, ahora, cuando ya se ha acercado a una plaza de toros, dígame, Señor Feijóo, qué tiene el toreo de perjudicial para los niños. Usted prohibió su entrada a las plaza de toros, para evitarles trastornos. Se equivoca. Lo que usted le prohibió fue vivir la emoción más verdadera de la vida: el toreo. Esa que usted ha vivido con Emilio de Justo cuando se jugó la vida, para cuajar la faena de su vida en Madrid.
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