Por Germán D' Jesús Cerrada
Para un niño de entre 8 y 10 años, la Navidad en Venezuela tenía un ritual sagrado. El aroma de la hoja de plátano de la hallaca anunciaba la cena, pero la verdadera expectativa estaba puesta en la medianoche.
Durante mucho tiempo, la magia tenía un solo nombre: el Niño Jesús, aunque la vida me revelaría más tarde que la magia vivía dentro de mi propia casa.
Mi única hermana, Antonieta, era quien hacía posible el milagro.
Mientras mis padres se ocupaban de los preparativos y mis demás hermanos estudiaban, ella, por ser la única que ya trabajaba, asumía con amor la responsabilidad de los regalos.
Al llegar las doce, la complicidad familiar era perfecta: en medio de la emoción, alguno de mis hermanos se encargaba de quitar la luz para crear el misterio, mientras alguien colocaba rápidamente el regalo en el pesebre, justo al lado de la imagen del Niño Jesús.
Al volver la luz, la explosión de júbilo era total. Mis hermanos —Ali, Miguel Enrique y Heriberto, quien hoy ya no está en esta vida— se llenaban de una felicidad genuina al ver mi alegría.
El regalo que más me marcó fue un revólver de vaquero, digno de las películas del oeste americano, con su correaje de cuero auténtico que me hacía sentir como un verdadero "cowboy". Pero lo mejor eran sus tiritas de papel con pequeños círculos: los fulminantes. Al jalar el gatillo, ese sonido espectacular transformaba el momento en algo inolvidable.
Hoy, con Antonieta celebrando sus 91 años, entiendo que el mejor regalo no fue aquel revólver, sino el esfuerzo y la unión de una familia que conspiraba para que yo nunca dejara de creer en la magia.
Descubrir que ella era mi "Niño Jesús" solo hizo que mi amor y admiración por ella fueran eternos.
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