Con su corbata y su sombrero, con la sencillez de su
elegancia acostumbrada -«siempre llevé corbata»-, Leandro Martínez
Toledo se dispone a alcanzar cien años. Mañana es su cumpleaños. Un
siglo de vida plena, realmente feliz, de este hombre que nació en
Motilla del Palancar, que se asentó después en Chiva, que quiso ser
torero y que acabó cumpliendo sus mayores aspiraciones al ver a su nieto
convertido en gran figura. Porque don Leandro es abuelo de Enrique
Ponce, y quien descubrió en él, cuando era niño, que tenía grandes
aptitudes para torear y llegar a lo que es.
De joven, cuando toreaba novillos, Leandro Martínez tenía
el sobrenombre de 'El Motillano'. Le había entrado la afición a base de
leer las crónicas taurinas en los periódicos que pillaba en la barbería
donde trabajaba, allá en su pueblo conquense. Tenía sólo once años
cuando se puso por primera vez delante de un becerro, en Almodóvar del
Campo. Luego se trasladó a Chiva, a trabajar como oficial de peluquería,
y poco después a Albal, donde conoció a un empresario que le ofreció
torear en plazas de toros de diversos pueblos de alrededor de Valencia.
Más adelante se integró en la banda cómico-taurina 'El
Empastre', de Catarroja. Él protagonizaba la parte seria del
espectáculo, con el que recorrió varias capitales españolas, y al mismo
tiempo mantenía su actividad de novillero en solitario, llegando a
torear cuatro tardes en la plaza de toros de Valencia y dos en Las
Arenas de Valencia.
La guerra civil truncó su carrera, porque le llamaron a
filas, aunque reconoce que no lo pasó del todo mal durante el conflicto,
ya que no llegó a estar en el frente, sino que «me pusieron a cargo de
un camión de intendencia y mi misión era llevar suministros, así que no
pasaba tampoco hambre, porque yo era el que llevaba la comida».
Durante la guerra estuvo en Cuenca, Madrid, Lleida y Girona
y recuerda con especial detalle los viajes que hacía «con aceite desde
Mollerusa, y de vuelta traía jabón para la tropa».
Al terminar la contienda volvió a Chiva y se casó con
Enriqueta Yuste, la hija del patrón de la peluquería en la que se había
empleado, y en la que continuó, naturalmente.
Ha tenido dos hijas, un hijo y siete nietos y a todos los
varones ha intentado Leandro inculcar su gran afición taurina, hasta que
su labor cuajó en Enrique.
En su casa de siempre, en la hoy calle Enrique Ponce de
Chiva, a pocos metros de donde el pueblo alzó un monumento de
reconocimiento al matador, el abuelo mira las fotos y trofeos de la
habitación y dice que está mucho más satisfecho del gran triunfo del
nieto que si hubiera sido el suyo, porque «es una bellísima persona, y
puede con todo, porque tiene muchas condiciones».
Sus ojos de experto lo vieron muy pronto, cuando Enrique
era un chiquillo. No tenía cinco años y ya andaba trasteando con la
muleta por el pasillo. Con ocho ya se puso delante de un becerro, y con
nueve acudió al concurso de la placita de Monte Picayo. Siempre con el
abuelo Leandro detrás, enseñándole técnicas y maneras. Fue allí, en el
Picayo de Puçol, donde El Litri (el padre) «lo vio torear y proclamó: si
sigue así será una figura del toreo». El abuelo lo recuerda pleno de
orgullo, «porque se ha cumplido». Luego vino la época de aprendizaje en
serio, en Jaén, los prometedores inicios, hasta asentarse, deslumbrar y
batir récords. Así que el abuelo Leandro tiene razones para cumplir cien
años de felicidad.
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