domingo, 29 de diciembre de 2013

'Soy un torero pirata feliz': torero español que perdió ojo y oído

'Valor es afrontar la realidad'

Juan José Padilla, a pesar de la perdida por una cornada, está más activo que nunca.

TOMÁS RODRÍGUEZ 

Poco más del mediodía del 8 de octubre de 2011 Juan José Padilla vuelve en sí. La primera pregunta que se hace es si está vivo. No sabe si la enorme claridad de la habitación es celestial o más bien cuidadosamente terrenal. El pitido que marca la frecuencia de los aparatos a los que está conectado lo saca pronto de dudas. Sí, está vivo, en un hospital, pero lo suyo es de gravedad. Lo dicen el vendaje que le tapa la visión del ojo izquierdo y las costuras que se abren paso por entre la larga herida que recorre su frente.

Juan José está solo allí, apenas lo acompañan los recuerdos frescos de la cornada. Casi veinte horas antes, un toro lo cazó en la arena de la plaza de toros la Misericordia de Zaragoza. El cuerno entró por detrás de la oreja izquierda (el maxilar posterior superior) y, en un viaje de destrozos y dolor, asomó por la órbita del ojo del mismo lado.

Sin saber aún qué tiene ni dónde está, el torero devuelve la película, como lo hace una vez más ahora, dos años después. Es la antesala de la pasada Nochebuena, y Padilla saca tiempo para contar su historia desde su casa en Sanlúcar de Barrameda, un pueblo andaluz en el sur de España, mientras hace maletas para cumplir su cita hoy con la Feria de Cali.

“El impacto de la cogida es terrible. Dicen que gritaba ‘¡no veo!, ¡no veo!’ No lo recuerdo, en cambio no se me borra que llego por mis propios pasos a la enfermería de la plaza de toros y le digo al médico Carlos Vall Carreres, con el poco aire que me queda: ‘Doctor, estoy en sus manos y en las de Dios, sálveme, hágalo por mi esposa y por mis hijos…’ ”.
Es ahí cuando la imagen se pone en negro.
¿Y quién es la primera persona que lo saca de ese limbo de dudas y temores?, porque ya entonces usted es consciente de que, al menos, el ojo ha sufrido algún daño.
“Una doctora, Simón es su apellido. Luego sabría que es cirujana maxilofacial del Hospital Miguel Servet, donde me atendieron luego de estabilizarme en la enfermería de la plaza. Me resultó extraño verla aparecer con un ‘¿qué tal, cómo te encontráis?’ y una sonrisa en los labios. ‘Contento, qué suerte hemos tenido, ¿no?’, le respondí, como esperando que me confirmara que estaba no solo vivo, sino entero. Y de inmediato quise saber por mi familia, por Lidia (su mujer) y los niños, Paloma y Martín, entonces de siete y cinco años.
“No se anduvo por las ramas. Dijo que la operación había sido larga (once horas) y complicada. Habló de reconstrucción y de muchos tornillos. Y cuando yo le iba a preguntar por el ojo, se adelantó: ‘Tranquilo, está en su sitio, creemos que se puede salvar’ ”.
No sabían la doctora y sus colegas del Servet que ese paciente que ahora tenían ante sí en la sala de cuidados intensivos había escuchado eso mismo en más de una ocasión. De hecho, le eran casi que familiares ese tipo de partes. No hay quizás en la historia de los toreros contemporáneos –esos locos a los que buena parte de la sociedad tiene ahora contra el paredón por hacer lo que han hecho muchos a lo largo de siglos– un hombre con más percances graves que Padilla, quien tiene 40 años.

Incluso, Juan José sabe que en el escalafón de las 37 cornadas que colecciona su humanidad, y que lo cruzan de arriba abajo y de oriente a occidente, no es aquella que le costó el ojo y el oído izquierdos la peor de todas, y que lo ha dejado en desventaja frente a los toros en términos de simetría, profundidad de campo y percepción de la velocidad.

Una de las cogidas, en Huesca, el 12 de agosto de 1999, le generó una peritonitis cuando el golpe de un toro hizo que el duodeno se perforara al quedar presionado por la columna vertebral. Duró mes y medio en sala de extrema urgencia, entre cadenas de oración y santos óleos. Y otra, en Pamplona, en los sanfermines, el 14 de julio de 2001, significó una lotería de vida: le afectó el esófago, la tráquea y la tercera vértebra. Por poco le disloca el cuello.

Dos cosas, ¿lo suyo es suerte o más que eso? Y segundo, ¿por qué seguir?
“Mire, tengo un ángel de la guarda especial que me asignó San Pedro. Eso sí, trabaja para mí con una condición: que no deje de arrimarme a los toros. Claro, antes de ellos está el jefe, es decir, el altísimo. Y otros que ayudan, cada uno a su manera: San Martín de Porres, que me lo recomendaron las monjas; la Virgen del Rocío y el Jesús de las Penas, al que no le fallo en las Semanas Santas de mi tierra (Jerez de la Frontera) como costalero (penitente que lo ayuda a llevar en andas)”.

Pero no me contesta lo otro, ¿por qué insistir en torear? ¿No serán campanadas tantos percances?
“Porque le debo mucho al toro, más allá de lo económico. Soy lo que soy gracias a lo que quiero y hago. Mucha gente cree en mí y no voy a decepcionarla. Tengo derecho a retar mi vida y devolver el cariño a todos. Sería egoísta quitarme del toro”.

Ahora Padilla viste un parche que lo ha convertido en ícono. Aunque hay un largo trecho que casi todos desconocen entre el alta que le dieron en el hospital, once días después de la cornada, y su regreso a las arenas.
Pronto, la esperanza de la cirujana sobre el futuro de su visión del ojo izquierdo comenzó a difuminarse. Lo trataron en un prestigioso hospital oftalmológico de la provincia de Asturias. Allí le advirtieron que las posibilidades de éxito del tratamiento eran bastante reducidas. Él se la jugó y perdió. No tardó en darse cuenta de que los sueros y las vitaminas no arrojaban progresos, mientras los dolores aumentaban y se hacían insoportables. El ojo se fue atrofiando y un día, el mismo torero se apareció en el consultorio y les dijo a sus médicos que no había otra opción que eviscerar el ojo y poner una prótesis. Así se hizo.

En principio usó lentes para ocultar esa realidad que encontraba a diario al despertar, pero uno de sus mejores amigos, otro torero, José Antonio Morante de la Puebla, le dijo que tenía una amiga en Colombia que había enfrentado una situación similar y que podía darle una mano. Adriana Eslava, por webcam, le enseñó a Juan José a hacer los parches y a llevarlos puestos. Hoy son grandes amigos.
Como muchos de los que usted ha descubierto en este trance tan particular…
“Sí, pero déjeme comenzar por ella. Adriana tiene una fuerza especial que transmite vida, lucha y voluntad. Más todos los que me dieron ánimo. No olvido que cuando estaba en el hospital, Feliciano López, un tenista de mi tierra, ganó un partido en China y firmó en la cámara dándome ánimo. Otros muchos lo hicieron a su manera”.

Ellos no saben cuánto sirvió esto para que Juan José saliera del hoyo anímico en que terminó.
“Un día me paré frente al espejo y le dije a ese hombre que estaba ahí, que no era otro que yo mismo, casi derrotado por otro de los golpes de la vida, aunque quizás ninguno tan demoledor como este en el rostro desfigurado: tienes que salir ya a la calle con la cara en alto, a vencer y a volver a ser feliz. Al fin y al cabo, el verdadero valor es afrontar la realidad. Lo hice y aquí estoy”.

Y ahí está el hijo de José, el panadero del pueblo, al que ayudaba a repartir las canastas en la mañana con la promesa de que en la tarde lo llevaría a ver los toros bravos, a donde dice que le gustaría invitar a todos cuantos no entienden lo que hace, “no para que nos pongamos de acuerdo sino para compartir una experiencia, la de estar cerca de un animal único, como todos, pero aún más que los otros”.
Paloma y Martín, sus hijos, disfrutan pero han pasado las duras. Antes que nada, para aceptar esa verdad, pero también para comprender que iba a afectar el entorno de sus vidas. Para las preguntas de sus compañeros en el colegio, una vez sucedió la cogida, no tuvieron más que respuestas muy concretas. Pero después de que Juan José volvió a aparecer en público se sorprendieron de la petición masiva de parches por parte de sus compañeros de clase. A Martín no le gusta la lidia de los toros y su padre le respeta la deserción. Paloma sí va a las plazas y sueña con ser veterinaria.

De nuevo, Juan José parece feliz. Su cicatriz es cada vez más eso y menos una herida. Quizás el día en que le pidió a la ganadera (Ana Romero) del toro que lo cogió (‘Márqués’, de nombre) que quería jugarse la vida en privado, ante dos hermanos del que lo dejó tuerto y medio sordo, exorcizó ese diablo. Para la ocasión se vistió con el mismo traje del día de la tragedia.

Pero, de verdad, ¿es feliz?
“Sí que lo soy. Soy un torero pirata feliz, no solo porque lo quiero ser, sino por voluntad, responsabilidad y perseverancia”.

Y lo es. Es el torero con mayores actuaciones en el mundo en 2013. Sumó 80 corridas, 66 de ellas en ruedos españoles. El pirata feliz está hecho de otro material.

TOMÁS RODRÍGUEZ
Especial para EL TIEMPO

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